miércoles, 9 de noviembre de 2022

Dónde comienza y dónde termina un bosque - Gary Snyder y Eduardo Kohn, David Kopenawa y Aliènor Bertrand.

 


Ah, estar vivo
en una mañana a mediados de septiembre
cruzando un arroyo
descalzo, con los pantalones subidos.
El brillo del sol, hielo en el agua poco profunda.
Las piedras se dan la vuelta bajo mis pies,
pequeñas y duras como mis dedos
cantando dentro
música del arroyo, música del corazón.
Gary Snyder

Virginia Baudino - virginiabaudino@hotmail.com

Comenzó el otoño, y el bosque tardó en colorearse. La sequía del agotador verano duró mucho más que un agosto. En septiembre, el aire se humidificó, pero las lluvias se hicieron esperar. Las temperaturas, mucho más cálidas de los habitual permitieron al bosque, y a mi sediento jardín, revivir. Así, octubre fue pasando discretamente y llegó noviembre.

Como si de un nuevo vestuario se tratara, el bosque se volvió a vestir de verde, y mi jardín se coloreó. Mis esqueléticas capuccines, a las que ya daba por perdidas, me sorprendieron explotando y trepando y creciendo. Sus ínfimas hojas, de golpe crecieron hasta tomar el tamaño de mis manos y más grandes aún. Y yo decidí dejarlas desperezarse a su antojo. Todos necesitamos sacarnos de encima el intenso verano que todo lo invadió, aunque presumo que mi vecino no debe estar muy contento con la invasión desmesurada de mis capuccines.

El bosque también me sorprendió. Se desperezó. Cambió de colores. Cierto, los otoñales hicieron acto de presencia, pero los del verano pre-sequía, volvieron con todo. El olor, su olor, se volvió potente. Y los pájaros decidieron homenajear esta tregua climática. Los hongos, puntuales como siempre, abandonaron su discreción y todo lo coparon.

Y con los hongos, las personas. Así, un día pusieron un cartelito: no se puede recoger más de 2kg de champignons por día y por persona. Así de generoso es mi bosquecito.

Chateaubriand escribió que los bosques son nuestros primeros templos de la divinidad. De ellos, los seres humanos aprendimos la arquitectura. Los cristianos, no sólo se lanzaron a plantar árboles, sino que además quisieron imitar sus murmullos, que tienen forma de vientos y truenos, en los órganos de bronce. 

Pero no sólo intentaron reproducir sus sonidos, sino también se propusieron reproducir sus olores, la oscuridad del santuario, las tenebrosas alas oscuras, los pasajes secretos, las puertas pequeñas y los laberintos.

Mi papá plantó tres árboles en la entrada de casa: uno para cada uno de sus hijos. A mí me tocó un precioso abedul al que, al principio, yo pasaba en altura. Como una especie de tradición, todos los años me medía con él. Y un día dejé se ser yo la más alta. 

"Ciertos árboles", escribe Alain Corbin, - y ciertos libros, agrego yo -"acompañan nuestra vida desde el nacimiento hasta la muerte".

Esa discreta majestuosidad
en la azulada noche
de helada neblina, el cielo brilla
con la luna
las copas de los pinos
se vencen azul nieve, desaparecen
entre cielo, escarcha, estrellas.
Qué sabemos.
Gary Snyder

Existe una especie de majestuosidad en el árbol. Puede que así nos parezca porque representa una especie de puente cósmico entre la tierra y el cielo. Pero lo que más nos impresiona es su increíble longevidad: son los portavoces de la inmortalidad. Y al hacerlo, nos hacen conscientes de nuestra propia finitud.

Llevan sobre sí mismos, un tiempo y una memoria que excede nuestra existencia efímera. Representan, también, un puente hacia el pasado. 



Si caminaste en un bosque, poco importa si grande o pequeño, has escuchado su tenue murmullo. Tienen una voz, una música hecha por el viento que sigilosamente se cuela en nuestros oídos. Y mientras lo hacen, también se comunican entre ellos.

La naturaleza, con su infinita generosidad, es un antídoto para contrarrestar los desánimos. Algunos árboles nos protegen y amparan, nos dan paz.

Ningún viaje es el mismo. Atravesamos un bosque que puede ser caluroso con sus hayas u opresivo y melancólico con sus pinos. Entramos y salimos por caminos invisibles que nos conducen más allá de los senderos. Cada uno tiene su método, cada uno tiene su camino, en el bosque como en el pensamiento. El camino de los árboles es infinito.

Este otoño suave, ha traído con las primeras lluvias los hongos. ¿Quién mejor que un árbol sabe lo que significa cohabitar? Él compone con aquello que lo rodea: transforma la atmósfera, juega con la luz, dialoga con el sol, se comunica con los discretos champignons, intercambia con los insectos, acoge a los pájaros. 

Es un ser vivo convivial, un símbolo de colaboración. ¿Puede inspirarnos sobre nuevas formas de cooperación y organización?

Ese húmedo aliento, esa lluvia perpetua

David Kopenawa, chamán y portavoz de los indígenas Yanomami de la amazonia brasileña, dice: "la tierra del bosque posee un aliento vital, Wixia, que es muy largo. El de los seres humanos es corto: vivimos y morimos rápido. Si no lo talamos, el bosque nunca muere. No se descompone. Gracias a su húmedo aliento, las plantas crecen. [….] Ustedes no perciben su aliento, pero el bosque respira"

Kopenawa nos exhorta a poner en duda nuestra concepción antropocentrista y utilitarista de la naturaleza, y nos invoca a integrarla a nuestra vida, a convivir, a cohabitar, a trascender la escisión naturaleza-cultura y a redefinir la coexistencia entre los pueblos de la tierra, humanos o no humanos. Debemos darnos el tiempo de escuchar al otro.

Pensamiento vivo, pensamiento silvestre

El antropólogo Eduardo Kohn, ha escrito Cómo piensan los bosques, dedicado al pueblo Runa de la amazonia ecuatoriana.

En este trabajo, Kohn sostiene que los bosques piensan y que toda entidad que se comunica a través de signos puede ser considerada como un ‘ser’. Según este argumento, todos los seres humanos y no humanos piensan y aprenden. 

El pensamiento silvestre, argumenta, no pertenece exclusivamente a los seres humanos, sino que es una forma de pensamiento que nosotros, los humanos, compartimos con todos los seres vivos.

El bosque forma un entrelazado complejo y cacofónico, expansivo, de pensamientos vivos, crecientes y mutuamente constitutivos, escribe.

Pensar como un bosque nos invita a descubrir y explorar otras formas de cohabitación. Como las de los bosques-jardines, en los que no se separan los espacios y en los que se reconoce una suerte de agencia de los seres no humanos. 

Los Runa viven en ese entorno, se esfuerzan por traducir ese lenguaje para adaptar sus prácticas. Una gran parte de sus acciones, nos cuenta Kohn, se orientan a la comunicación con los otros seres de ese mundo.

Esta forma de pensamiento, que todos los seres vivos poseen, se manifiesta en los bosques o selvas como la Amazonia. Somos seres silvestres porque somos seres vivos, escribe. No podemos perder el pensamiento viviente, pero lo que sí podemos perder, nos alerta el antropólogo canadiense, son los espacios donde este pensamiento prospera y prolifera.

En la selva, nosotros no podemos dejar de pensar como un bosque. Esto puede guiarnos, inspirarnos, en una época en la que estamos perdiendo el sentido de este pensamiento silvestre convirtiéndonos en espíritus demasiado humanos.

El filósofo Aliènor Bertrand escribió que, en muchas de las culturas animistas, la afirmación del principio de comunicación con las plantas es un elemento esencial de la co-habitación con el mundo vegetal. 

Pero la colonización todo lo arrasa y cambiará la vida de los pueblos indígenas. Los estados coloniales, especialmente europeos, multiplicaron – y multiplican - las herramientas técnicas, jurídicas y políticas para apropiarse de estos territorios que pertenecen a los pueblos originarios. 



No solo los estados coloniales, los propios estados nacionales – en connivencia con los grandes terratenientes y empresas privadas, han arrasado con las tierras de estos pueblos y con ello todas unas formas de vivir y relacionarse con el entorno. Y nunca les es suficiente.

Una sinfonía

Como los músicos de una orquesta, en el bosque, las plantas, los árboles, los champignons y los animales coexisten y componen toda una biodiversidad resiliente. Con la circulación del agua, del nitrógeno y del dióxido de carbono, estos organismos se acuerdan en una verdadera sinfonía, escribe Suzanne Simard.

¿Existe un jefe (o jefa) de orquesta? Si, los árboles-madres, aquellos árboles de una gran madurez y de una gran talla. Son como el nudo celular del bosque y guían la orquesta, pero no la dirigen. Ellos facilitan la armonía, incorporando elementos vitales en el ecosistema. Estos árboles ancestrales, unen el bosque

Según Simard, los árboles-madres reconocen su descendencia y las de otras familias. Toman decisiones, cooperan, aprenden y recuerdan. Los árboles-madres envían más nutrientes a los miembros de su familia, transmiten su sabiduría y se ocupan del bienestar de su descendencia. Hay rivalidades, seguramente. Pero esto no les impide cooperar por su bienestar y el del grupo.

Simard va aún más lejos al escribir que nuestras sociedades modernas se fundan sobre el principio de una diferencia radical entre los árboles y nosotros. Pero, "como los árboles, nosotros somos criaturas sociales. […] Los bosques ofrecen la imagen de una sociedad regenerativa de la que nosotros podemos aprender mucho. Mis trabajos no van en la dirección de aprender a salvar a los árboles sino a enseñarnos cómo los árboles podrían salvarnos".

No soy una persona con una gran espiritualidad. Podría decir sin mucho orgullo que mi espiritualidad está fuera de servicio. El cartesianismo ha hecho mucho en mí, en este sentido. Ando buscando esa espiritualidad que en algún momento se me perdió. No creo en dioses ni en astros, lo cual puede ser un problema frente a los titubeos de la vida.

Curiosamente, caminar en los bosques ha representado, para mí, una especie de rudimentario aprendizaje de espiritualidad, si es que se aprende.

Según Kohn, la época nos exige restablecer la comunicación mágica que el monoteísmo ha roto.

No puedo, ni quiero, convertirme en Runa, Yanomami o en chamán. Lo más que llega mi pensamiento silvestre es a hablarle a las plantas y a los árboles. Hace algunos años, si una persona le hablaba a las plantas estaba loca, decían. 

Este tipo de pensamiento silvestre, es muy atractivo y hasta útil, pero también hay que tener cuidado. Como sujeto perteneciente a la cultura occidental, me es casi imposible poder situar en condición de igualdad, en tanto que seres vivos y pensantes, a las piedras. Porque, como dice la canción de Serrat, "Puestos a escoger, soy partidario de las voces de la calle más que del diccionario […] / Prefiero los caminos a las fronteras/ Y una mariposa al Rockefeller Center/ Y al farero de Capdepera/ al vigía de occidente". 

En lo que a mi búsqueda de la espiritualidad concierne, el pensamiento silvestre puede ser de una gran ayuda porque me hace tomar consciencia de las conexiones entre los seres vivos más que en las diferencias. Y, al mismo tiempo, porque me permite construir lazos con ese universo. Separarnos del mundo, desconectados de todas las repercusiones ecológicas de nuestras acciones, tiene consecuencias desastrosas, como vamos experimentando.

Pero mi construcción social me impone ciertos límites – y mis miedos también. Yo soy la extranjera.

¿Dónde comienza y dónde termina un bosque?

El siglo que viene
o el siguiente,
dicen,
habrá valles, pastos,
nos podemos encontrar allí en paz
si llegamos.
Para subir estas cumbres venideras
Una palabra para ti, para
ti y tus hijos:
estad juntos
aprended las flores
id ligeros.
Gary Snyder

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