viernes, 25 de marzo de 2022

Cuál es el color de mi memoria - Guo Hao y Luisa Futoransky, León Tolstoi y Adrianne Rich

 


¿Pero quién sino yo les cambia el agua a todos los recuerdos?
¿Quién incrusta el presente como un tajo ante las proyecciones del pasado?
Mis refugios más bellos son sitios solitarios a los que nadie va
y en los que solo hay sombras que se animan cuando soy la hechicera.
Olga Orozco 


I. Todo un Mundito

Doña Mundito no es un personaje sacado de un cuento ni un invento de mi imaginación. Podría, pero no llego a tanto. 

Doña Mundito era una señora que nos daba clases de cerámica a mí y a mi hermana, en un pequeñísimo pueblo de la Línea Sur, durante la dictadura argentina, donde mis padres se escondieron unos cuantos años.

No sé cuál era su nombre verdadero o no lo recuerdo. Vestía con unas faldas muy de los años ’70, rectas, hasta las rodillas, oscuras, usaba mocasines y se ponía un pañuelo en la cabeza como Simone de Beauvoir. Aún hoy, muchísimos años después, cuando veo una foto de Simone enseguida me recuerda a Doña Mundito.

“La Mundito que yo recuerdo – me escribió mi hermana - tenía un peinado con pañuelo a lo Simone de Beauvoir, aros de perla y siempre pintada. Daba clases de cerámica y le encantaban las flores rococó. Papi nos decía al salir para cerámica: -“¡no vayan a venir con una flor rococó!”, y nosotras obedientes hacíamos cacharros y vasijas siempre con motivos mapuches, alguna huella de puma copiada y el nombre del pueblo.”

Hacía unos caramelitos de miel que nos daba al mismo tiempo que nos enseñaba a dominar un trozo de arcilla. Mi papá decía que Doña Mundito sólo sabía hacer flores rococó, por lo que se propuso actualizarla acercándola a la cultura mapuche, tan presente en la Patagonia argentina.

Creo que Doña Mundito no veía con buenos ojos la intromisión de mi papá en su universo creativo privado, en su mundito. ¿Quién lo haría? Lo consideraba un jovencito recién llegado y, para colmo, con ideas bastante peligrosas para la época. 

Sin embargo, y contrariamente a lo que podríamos imaginar, Mundito lo siguió y de su horno dejaron de salir, poco a poco, florcitas rococó y empezaron a cobrar vida las leyendas y el universo de la cultura mapuche. 

Platos, jarrones, vasos, tazas….con grabados rupestres, empezaron a poblar sus mesadas. Una cultura excluida encontró en su taller, en sus manos y en su imaginación, un espacio en una época impensable. Quién hubiera imaginado que la convencional mundito, saliera de la conformidad de su cerrado universo personal a través de una cultura sometida.




II. ¿Cómo contar lo que nunca sabré?

Las palabras me vendrían a la mente, 
las que no he sabido o he olvidado decir
año tras año, invierno
tras verano, la runa correcta
para que el pasado se desaferre
del resto de mi vida
y para desaferrarme yo del resto del pasado.
Adrianne Rich


¿Cómo se llamaba Doña Mundito? ¿Por qué le decían Doña Mundito? Quisiera recordarlo todo. Y más. Debería haber tenido un diario o un cuaderno de notas, como Annie Ernaux, para así evitar caer en las garras del olvido. Pero no lo hice.

En el ejercicio de la memoria, la atracción por la reconstrucción del pasado, “el simulacro de un recuerdo perfectamente guardado”, dice Molloy, nos hace movernos entre dos momentos, entre lo que se recupera y lo que se olvida. ¿Qué recuerdo? ¿Cuánto he olvidado? ¿Qué he decidido eliminar?

En este pequeño extracto que he escrito, por ejemplo, he omitido describir la atmósfera que situaría este simple relato en un contexto histórico y político oscuro, trágico, de muerte que era el que atravesaba la sociedad argentina de ese momento. Campos de detención, de tortura, desaparición de personas, secuestros. Miedo.

Mi hermana, que tiene más memoria que yo, recuerda que en la plaza, una niña le decía: -"los militares nos defienden" y mi hermana: -"mi papá dice que son malos", "- ¿porqué - le decía esa niña- si nos defienden?" Y mi hermana: - "no sé, pero son malos. Son malos, son malos...”. Cuánto pueden leer de un tiempo los niños y las niñas.

En mi relato, decidí dar por sentado el contexto, para situarme, como dice Sylvia Molloy, “en una memoria privada, pero cuya construcción es común a todos.” Es también, el contraste entre el universo íntimo y el universo social y político, entre la infancia y el terror social.

¿Era dueña de su mundo, Doña Mundito? ¿Reía? ¿Lloraba? ¿Se enojaba? ¿Sabía lo que pasaba y atravesaba a la sociedad argentina? Tenía paciencia con nosotras, pero ¿era particularmente cariñosa? No puedo recordarlo. Hago esfuerzos, pero son en vano. 




III. ¿Qué es un mundito?

Una década de cumplir
con los amorosos, monótonos actos
de atención a esta casa,
trasplantar retoños de lilas,
limpiar cristales, fregar,
barrer escaleras, arrancar el hilo
de la araña,
y tanto aún por hacer,
la tarea de una mujer, el solsticio inminente,
y mi mano todavía suspendida
como sobre una carta
que ansío y temo cerrar.
Adrianne Rich

“Sustantivo masculino, diminutivo de mundo”, nos dice el diccionario. Un mundito es un mundo chiquitito. ¿Por qué chiquitito? Era chiquitito su mundo o es también una metáfora del espacio geográfico en el que vivía, un pueblo de cien habitantes, en la nada de la estepa patagónica.

Cuando nos apartan del mundo, escribió Benito Perez Galdós, “nosotras nos hacemos un mundito a nuestro modo, y echando fuego, mucho fuego al horno de la imaginación, allí forjamos todo lo que nos hace falta.”

¿Por qué mundito y no mundita? Al fin y al cabo, nuestro universo interior está permeado por nuestra perspectiva de género. Leemos el mundo desde un lugar, un espacio, una clase, un género.

Hay cierta atracción en la reconstrucción de un pasado que se adivina perdido. Y vuelvo a él para hacerle las preguntas que quizás debería de haberle hecho mucho antes. “Experiencias fundadoras que hunden sus raíces en la infancia, escribe André Gorz, al descubrimiento primordial, originario, de las emociones que una voz, un olor, un tono de piel, una forma de moverse y de ser […] pueden hacer resonar en mí.”

III. La impaciencia de la vida

Una se descuida
y a la mañana
surgidos de la nada
los castaños de indias
grandes desafiadores
de la ley de gravedad
están en flor. 
Quién sabe si volveré a ver
la alfombra rosa
de pétalos de cerezo
bajo mis pies. 
Luisa Futoransky

Empieza marzo, y con él comienza el fin del invierno. Por aquí, el primero en lanzar la alerta primaveral, es el pequeño ciruelo que mis vecinos tienen a la entrada de su casa. Él me anuncia a finales de febrero, el debut del calendario de plantación y de la incipiente primavera. Este pequeño cerezo me dice que algo va llegando a su fin. Como esa necesidad que tengo de escribir de Doña Mundito.

“Recibimos con especial alegría cualquier flor que, por voluntad propia, ilumine el sombrío invierno”, escribió Vita Sackville-West en su libro Mis flores, que encontré en una librería de Madrid.

A este ciruelo, le sigue el avellano, las forsythias, algunos manzanos del Himalaya – se llaman aquí – y los célebres cerezos de Japón. Todos ellos tienen en común esta impaciencia de vivir que se traduce en algo que para los botánicos es una estrategia muy calculada: florecer sin tener aún las hojas. ¿Se han detenido a observar que estas plantas que florecen tan tempranamente no tienen aún hojas?

¡Qué arriesgadas! ¿Por qué corren el riesgo de ser destruidas por una helada tardía? Por egoísmo. Simplemente porque, en esta época, no tienen competencia. Así podrán atraer hacia ellas muchos más insectos, esenciales para la fecundación. 

Sin las hojas, no sólo los insectos harán su trabajo, sino que el viento podrá circular mejor para propagar los granos de polen. Corren un alto riesgo, pero qué bien nos sienta a nosotros, pobres humanos, su florecer temprano aunque sepamos que su belleza tiene sus riesgos. 




IV. Esa biblioteca infinita de colores

¿Es posible vivir tranquilo en nuestros tiempos,
cuando se tiene corazón?
León Tolstoi 

Así, en este gris del final del invierno, los pequeños brotes coloridos se agradecen mucho. Se siente como si la naturaleza haya decidido darnos una tregua, una caricia de esperanza. Y así, mientras escribo sobre Doña Mundito, y vuelvo por un rato a su taller, a sus caramelitos de miel, a la arcilla entre mis manos, en este invierno…pequeños colores empiezan a delinearse.

Sutilmente la naturaleza nos dice, toma, mira, pronto…muy pronto. Y nosotros, pobres de nosotros, nos dejamos engañar con la promesa de un mañana, no tan lejano. Y se nos enriedan los colores. Aparecen las primeras florecitas, amarillas. Y los ciruelos y cerezos nos dejan el rosa y el blanco de regalos.

Pero no perdamos de vista que solo somos los que usan los colores, ellos no nos pertenecen. Ellos tienen vida propia. Es curioso cómo nuestros recuerdos también se visten de colores. En mi frágil memoria, Doña Mundito usa colores oscuros, pero está enmarcada por un amarillo que todo lo permea en la estepa patagónica. ¿Son sus colores o son los colores que recuerdo de un tiempo sombrío?

El investigador chino Guo Hao, cree que los colores son una biblioteca infinita. Por ello se sumergió en más de cuatrocientas obras literarias antiguas con el objetivo de saber de qué color era el mundo antes que fuera el nuestro. 

¿Los colores eran los mismos hace muchos siglos atrás? Con mucha paciencia y estudios, Hao encontró más de trecientos ochenta colores tradicionales chinos. Cada coloración era una oda a la belleza de nuestro universo y una invitación a su exploración.

Así, nos cuenta que el color ‘verde de agua celeste’ fue descubierto por azar un día en el que un trocito de seda se mojó con el rocío de la noche. Otro era el del caparazón de cangrejo o un blanco vientre de pescado. Había uno vestido granate, que hacía referencia a un color que usaban las mujeres de la dinastía Tang. Ellas montaban, practicaban el tiro al arco y la esgrima. Este rojo vivaz rendía homenaje a su libertad y audacia.

¿De qué color se tiñe mi memoria? ¿Cuáles son los colores de mi infancia?

Siempre habrá una pregunta más que hacer. ¿Qué colores salían de las manos de Doña Mundito? ¿De qué colores se teñían sus días? Gris y verde se cocinaban en su horno. Había algunos naranjas, que servían para reproducir las pinturas rupestres presentes. Yo usé un amarillo, para el interior de un tazón, que aún se conserva, al que luego le puse una rosa rococó. Doña Mundito, ¿cuánto mundito cabía en su vida?

“¿Quién soy yo? Una simple aficionada a escribir; lo que es peor, una mujer que simplemente se pasea por sus sueños; que no es ni carne ni pescado, ni divertida ni ingeniosa. Mis recuerdos que son siempre privados, y que, en el mejor de los casos […] se agotan con rapidez. […] ¿Sobre qué puedo hablar? Esta es la pregunta que me hago a mí misma. […] ¿De qué tratarían nuestras exposiciones si la mitad de sus miembros son personas como yo, a quienes nunca les ocurre nada?”,  Virginia Woolf





miércoles, 2 de marzo de 2022

Contemplar las nubes, habitar una casa - Anatxu Zabalbeascoa, José Antonio Muñoz Rojas y Louise Gluck

 

El libro contiene
sólo recetas para el invierno,
cuando la vida es dura.
En primavera
cualquiera es capaz de preparar
un buen plato.
Louise Gluck

Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com 

Recetas invernales

Cirriformes, estratiformes, nimbiformes y cúmuliformes representan todas las posibilidades que tenemos de clasificar a las nubes. Seguramente, más de una vez, como yo, te has detenido a mirar el cielo y a asignarles formas a las nubes: esponjosas, larguiruchas, tristonas, grises, enojadas o furiosas. 

En el año 2004, Gavin Pretor-Pinney dio forma a su pasatiempo preferido y creó la “Sociedad de apreciación de las nubes”. Cuenta Silvia Hopenhayn, que la afición de Gavin comenzó en una salida con su escuela. La maestra pidió a los alumnos que, recostados en el pasto, les asignaran formas a las nubes. 

Todos veían algo, pero el pobre Gavin nada. Cuando volvieron a la escuela, y tuvo que escribir sobre lo que había visto, el pequeño anotó: yo solo vi nubes. Y a partir de ese momento, comenzó su búsqueda. 

En su clasificación incluye, aparte de las nubes ya conocidas, una nube que sólo se forma en un lugar remoto de Australia y a la que se le llama ‘gloria matutina’. Según Hopenhayn, “transmite la sensación de euforia que su paso produce.”

Así que inspirada por Gavin Pretor-Pinney, he decidido que cuando aparezcan las nubes, voy a clasificarlas con más empeño: esponjosas, rositas, blancuchas, mimosas, golosas, tristes, grises, furiosas.



II. Un chez-soi

Qué es lo que se me ha perdido,
porque algo indudablemente se me ha perdido
y no lo encuentro, buscando siempre
algo perdido, (¿o seré yo el perdido?).
¿Las gafas? ¿Las llaves? ¿Las gentes?
Sé que algo se me ha perdido y no sé qué es ese algo.
José A. Muñoz Rojas


¿Qué aspecto tiene una casa? Aunque no lo creas, nada en una casa es producto del azar. “Las casas son cosas realmente extrañas. Carecen de características definitorias universales: pueden tener cualquier forma, incorporar cualquier tipo de material, ser casi de cualquier tamaño. Pero aún así, dondequiera que vayamos sabemos que son casas”, escribe Bill Bryson en su magnífico libro, En casa.

En algún momento de estos días, mientras leía su libro, la casa empezó a parecerme un lugar misterioso e inspirada por Bryson, se me ocurrió mirar con otros ojos e iniciar un viaje, “deambular de habitación en habitación y reflexionar cómo cada una de ellas ha figurado en la evolución de la vida privada.”

Según Bryson, la historia trata básicamente de “montones de gente haciendo cosas normales”, como vos que lees esto y yo que lo escribo. A lo largo de los siglos, las personas, comen, duermen, se higienizan, desarrollan su sexualidad, se divierten, lloran, nacen, crecen y mueren.

Todo ello, llena nuestras vidas y nuestros pensamientos, pero los tratamos, nos dice Bryson, como cosas secundarias e insignificantes. ¿Hemos comido siempre los mismos alimentos? Las casas, ¿siempre han tenido incorporado el baño? Y las habitaciones, ¿Qué lugar ocupaban en la vivienda? ¿Dormíamos juntos o separados? ¿Por qué usamos la sal y la pimienta como especias centrales en nuestras comidas? Y ¿el azúcar?

Sentada en este escritorio, mientras escribo, de pronto como Bryson, “pensé que sería interesante considerar las cosas normales de la vida […] como si también fuesen importantes.” 

Observando este lugar que es mi casa, este sitio protector, del que poco a poco me fui apropiando y en el que mis objetos hablan de mí y de mis historias, y que tienen una historia, he pensado en aquello que escribe la filósofa Chantal Marin sobre si existe un lugar para cada uno. ¿Hay lugares donde realmente nos sentimos en nuestro sitio? 

A este pequeñito espacio propio, poco a poco lo he ido construyendo, poniendo algún objeto por aquí y otro por allá, unos libros en ese rincón y una pequeña y endeble biblioteca en la habitación. Colgué algunos cuadros y fotos de todas aquellas personas que ocupan un lugar en mi vida. Puse flores y plantas variadas. Todo ello habla de los diferentes lugares que componen mi identidad, de los que vengo, de los que pasé y de los que estoy.

El lugar, mi lugar, curiosamente, siempre está redefiniéndose, a veces se achica y otras se agranda según “los momentos, las circunstancias y nuestros sentimientos”, dice Marin. 

Pero volvamos a este concepto de casa. La idea puede parecer banal en una época en la que se nos impuso quedarnos en casa. Pero en la vida, ciertos sucesos hacen que nos relacionemos más o menos intensamente con un lugar, un espacio, un chez-soi, dicen los franceses.

El hogar es como un cuerpo. Hay que habituarse a su textura, a su sonido, a sus olores, a sus aireaciones y a su luz y a co-habitar con aquellos que viven con nosotros y con nuestros vecinos. 

“Habitar un lugar es también una relación física, una inversión corporal.”, escribe la filósofa francesa Claire Marin.

Mi casa es luminosa. Tiene unas pequeñas corrientes de aire, que se cuelan por la entrada, como esos visitantes que no han sido invitados.  Un lado es más soleado y caldeado que el otro que es más oscuro y frío. Es pequeña en la primera planta, la de diario, y se expande en la segunda. Así que poco a poco he ido trasladándome allí, abandonando la cocina.

¿Siempre tuvo esa forma? El repliegue al universo doméstico, como sabemos, para las mujeres es, como bien han descrito los feminismos, una trampa. 

Sin desconocer esto, me encuentro dividida entre la posibilidad de que mi hogar sea una simple contingencia, un problema práctico a solucionar, o de que sea una trampa castradora. Y a mí, me gusta refugiarme en mi casa. Tiene que haber otra explicación o tiene que haber muchas explicaciones.




IV Vir dentro de casa

Lo malo no es que se nos pierdan
sino que no sabemos dónde se nos pierden,
tantos objetos perdidos como se nos pierden,
un montón de objetos perdidos es la vida.
José Antonio Muñoz Rojas


La periodista francesa, Mona Chollet, escribe que “En una época dura y desorientada creo que, al contrario, puede haber un sentido en nuestras concretas condiciones de existencia, en nuestras acciones y en esos placeres elementales que nos mantienen en contacto con nuestra energía vital: pasar el rato, dormir, leer, reflexionar, crear, jugar, comer. […].”

Por oposición a un contexto social saturado, acelerado, cuasi violento, la casa – ese territorio propio - nos permite respirar, existir y explorar. Ahora bien, me sigo encontrando en esta situación un tanto contradictoria. Por un lado, práctica o castrante y por el otro, sedentaria o nómade. ¿Cómo vivir entre esos cuatro polos?

No puedo pasar por alto aquí el hecho de que cuando hablamos de una vivienda, tenemos que dejar algo en claro: en los tiempos que corren la búsqueda de una vivienda se ha convertido en una carrera que expone a la mayoría de la población a la violencia de las desigualdades y a las relaciones de dominación. La baja de los salarios y el alza exorbitante de los precios de la vivienda, han sido el combo perfecto para agudizar el empobrecimiento de las personas. Dicho esto, ya podemos seguir.

Reconozcámoslo, ser una persona hogareña no está bien visto. Y yo, soy una persona hogareña. Durante algún tiempo intenté que no se notara y me zambullí en un frenesí de actividades. Pero al final, regresé a mi lugar. ¿Quizás porque soy una persona sin lugar? 

Cuando eres extranjera, el hogar remite a una topografía íntima, cargada de sentido. Los objetos que nos acompañan son los irremplazables, los más singulares, los que tienen un significado, los que he ido acumulando poco a poco. 

Son aquellos que se han transformado en la primera piedra para restablecer nuestra identidad, nuestra historia, nuestras aspiraciones en este nuevo lugar. A través de ellos, hacemos un hueco en el mundo y abrimos un puente entre nuestro pasado y nuestro presente.

De tanto que nos acompañan, a veces no les prestamos atención, pero los guardamos primorosamente imprimiéndoles nuestra marca, así como ellos lo han hecho con nosotros. Son parte de nuestra experiencia cotidiana, y de nuestra pluri-identidad.

Cuando salimos de nuestra cultura, suele suceder, especialmente al principio, que nos sentimos desplazados, porque no tenemos los mismos códigos de la cultura nueva, por nuestras formas de ser, de estar, de hablar, de percibir diferentes.

Con el paso del tiempo, podemos ver esta situación como una fuente de sufrimiento o, también, como al final vamos haciendo, como una situación plástica, elástica y lentamente vamos mudando de ropa, y el hecho de ir de un espacio geográfico y social a otro no necesariamente significa que estaremos siempre acompañados por un sentimiento de malestar o vergüenza, sino que, como con la lengua, también nos hemos vuelto bilingües con los lugares que ocupamos.



III. El clima cambia, ¿y nosotros?

Caminando y perdiéndome
en busca siempre de ese siempre,
que cuando llego ya se ha ido.
Y me quedo sin siempre para siempre.
José A. Muñoz Rojas


Cuando miramos hacia atrás, no podemos evitar reflexionar sobre las condiciones en las que se produce este recorrido que implica un cambio de itinerario, de trayectoria, personal y social.

Es así inevitable narrar, muchas veces continuamente, nuestro proceso de pasaje de un mundo a otro, el de origen y el de llegada, para evidenciar la complejidad de nuestra identidad. Una identidad que no es una, sino que es múltiple.

Atravesar las fronteras, geográficas, culturales, sociales, políticas, identitarias, implica mucho más que un simple trámite. En el mismo instante que las cruzamos, dejamos de pertenecer a un pueblo para aún no encontrar nuestro lugar en el otro. 

Y cada vez que regresamos, ni nuestra cultura es la misma ni nosotros somos los mismos. Somos gentes sin lugar. Por ello, quizás un hogar cumpla provisoriamente el espacio que nuestra cultura natal ha dejado y que la nueva cultura no alcanza a ocupar. Nuestro punto de partida es una ausencia.

“La casa es el lugar que calma", escribe Anatxu Zabalbeascoa. Un sitio donde mirar por la ventana. Un espacio donde los objetos anodinos también hablan. "Allí es donde me reparo y sueño. Sé que estoy en casa porque mi corazón está en calma.” 

Ninguna identidad es fija. Cada una puede contener muchas, o como escribió Walt Whitman, “contenemos multitudes.”

¿Cómo es que empecé este escrito con nubes y he terminado con los lugares que habitamos?


“me adentro en lo más profundo de mi cuerpo
y termino en otro mundo
todo lo que necesito
existe ya en mí
no hay necesidad
de buscarlo en ningún otro sitio.”
Ripi Kaur