lunes, 13 de diciembre de 2021

Nosotros somos los pájaros que se quedan - La música y Pascal Quignard, Emily Dickinson y Mark Fisher

 

Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com

La vida es robusta” he leído por ahí y se nutre de pequeños encuentros. ¿Sería nuestra vida igual si las cosas fueran de otra manera, si viviéramos una vida distinta? 

Esta semana de invierno, oscura y nevada, mi mundo se ha nutrido de la presencia de unos pequeños pajaritos que andan por mi jardín.

Como es invierno, se nos recomienda poner algunas semillas en un platito, para que tengan alimento en estos días frescos. A este carbonero y petirrojo, les gustan las nueces y las semillas de girasol. Mucho más hoy, porque ha nevado. 

Rápidamente, se me vino a la mente un poema de Emily Dickinson:

El agua se aprende por la sed;
la tierra, por los océanos atravesados;
el éxtasis, por la agonía.
La paz se revela por las batallas;
el amor, por el recuerdo de los que se fueron;
los pájaros, por la nieve.




¿Qué importancia tienen estos diminutos actos cotidianos que parecieran mantener a raya la vulnerabilidad de la vida?

El proyecto The Urban Field Naturalist, nos propone tomarnos un tiempo para aprender un poco más de las plantas y animales con los que compartimos nuestros hogares. Los creadores nos invitan a anotar nuestras observaciones, a contar su historia y a compartirlas con personas de diferentes partes del mundo. ¿Por qué son importantes? O ¿cómo lo encontraste? Son algunas de las preguntas que nos guían en esta suerte de exploración casera en la que me he inmerso este invierno.

No sabía a qué especie pertenecían los pajaritos de mi jardín, así que rápidamente le envié a Maribel unas fotos, ella es una experta pajarera. En poco tiempo, ya los tenía identificados. Estos pequeñitos me han mantenido varios días ocupada y acompañada.

Establecer lazos con las especies, sostienen los fundadores de este proyecto, nos ayuda a ver el mundo de manera diferente, menos centrado en nosotros mismos. Una buena historia, argumentan, nos transforma y nos ayuda a conectarnos con otras especies. Así es que me he pasado alimentando a este par de golosos que, cuando se quedan sin alimento, se pasean impacientes por mi jardín. 

Mientras estaba leyendo, acompañada por estos inesperados compañeros, recordé la música, su música, porque cuando nieva, el silencio lo abarca todo, se hace palpable. 

Simeon Pease Cheney fue el primero, en el siglo XIX, en transcribir en notas musicales el canto de los pájaros. Cheney escribió que “sólo los pájaros cantan”. 


<<La esperanza>> es esa cosa con plumas
que se posa en el alma
y canta una canción sin letra
y nunca, nunca se calla. 
Emily Dickinson




Llegué al libro de Cheney, La música de los pájaros, leyendo a Pascal Quignard en En ese jardín que amábamos. Quignard es además de escritor, músico, y tiene algunas hipótesis, respecto a la música, que me han hecho reflexionar. 

En su célebre y muy recomendado libro, Todas las mañanas del mundo, considera que la música es “el lenguaje de las <<sombras errantes>> que se funda en una relación constante con la muerte.

A diferencia de Platón, que escribió que la música le da un alma a nuestro corazón y alas al pensamiento, Quignard considera que la música atraviesa la condición trágica del ser humano, el exilio de la infancia, la pérdida de la voz - para los varones - y la confrontación con la muerte.

Mi gusto por la música no es tan trágico como el de Quignard. Prefiero acercarme a aquellos que consideran que somos seres musicales, como el filósofo Francis Woolf, a rasgarme la existencia con pérdidas y sufrimientos. 

Prefiero dejarme habitar por el misterio de las cosas impalpables. La música viene a nosotros como nosotros vamos a ella. Una música nos persigue, escribe Woolf.

¿Elegimos las canciones o ellas nos eligen a nosotros? ¿Por qué hay canciones que nunca olvidamos? ¿Por qué la música? ¿Qué pasa bajo la atenta mirada de las amables musas? 


¿Cuál es el lazo original entre el canto y la poesía? ¿Cuál es la frontera entre las palabras y la música? Para los griegos, la música era inseparable de la poesía, porque antes de la escritura, las narraciones eran recitadas y se transmitían a través de la oralidad. Se leía en voz alta, para escuchar su musicalidad.

Es casi una herejía proponer un alto en el ritmo vertiginoso de la modernidad para establecer una especie de solidaridad atenta con las especies con las que compartimos un espacio y con el lugar que habitamos. Y para escuchar la música. Parece una tontería, aunque no lo es tanto.

Porque, como escribe Mark Fisher, “la intensidad y precariedad de la cultura del trabajo del capitalismo tardío deja a las personas en un estado en el que están simultáneamente exhaustas y sobre estimuladas.” 

Y agrega, cuestionando los patrones culturales actuales que “Para poder producir lo nuevo se necesitan ciertos momentos de retirada de, por ejemplo, la sociabilidad y de las formas culturales preexistentes. La retirada se hace más difícil que nunca.”

Antonín Dvorak se inspiró en el libro de Simeon Peace Cheney, mientras daba largos paseos, nos cuenta José Julio Perlado, para componer su Cuarteto de Cuerda N. 12, que les invito a escuchar. Me recuerda a esos pequeñines que me han hecho los días, de este invierno en apogeo. Ellos le han dado sonoridad a esta soledad invernal. Y este pequeño texto, se lo dedico a Maribel y sus pájaros…


Nosotros somos los pájaros que se quedan
Emily Dickinson




sábado, 30 de octubre de 2021

Escribe. Camina. Crea. Resiste - Sara Gallardo y María Negroni, Caroline Criado y Virginia Woolf

 

Les he dicho en el curso de esta conferencia que Shakespeare tenía una hermana. […]
Mi credo es que esa poeta que jamás escribió una línea y que yace en la encrucijada, 
vive todavía.
Vive en ustedes y en mí y en otras muchas mujeres que no nos acompañan esta noche,
porque están lavando los platos y acostando a los chicos.
Pero vive,
porque las grandes poetas no mueren: son presencias continuas.
Virginia Woolf

Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com

Cuando era chica, me di cuenta que mis manos eran más hábiles para escribir que para crear. Esa constatación no me desistió de probar, quizás podría tener suerte, quién sabe. Hice cerámica, escultura, telar, bordado, tejido y pintura. Nada de esto era lo mío. Lo intenté con fuerzas, me aferré, probé una y otra vez… sin resultados aparentemente óptimos para mí.

Pero eso no me hizo desistir. Siempre se pueden cultivar las pasiones desde otras perspectivas, y es posible hilvanar ideas o tejer historias. Escribir me fue más fácil. Atención, he escrito más fácil no que se me diera mejor.

No me presento a concursos literarios. Mis cuentos son míos, sólo míos y pocas veces los comparto. No publico y no he participado en talleres creativos. Como dije, no tengo la necesidad imperiosa de escribir. Escribo cuando me dan ganas y cuando algo me anda dando vueltas en la cabeza. 

Escribir nace así de un encuentro con una frase leída o con una canción escuchada o una imagen. Pero no me considero escritora. Sin embargo, heme aquí, ¡qué curioso!, escribiendo sobre por qué no me considero alguien que escribe.

Hace poco, muy poco, me hice de un cuarto propio. Antes era nómada. No he cultivado un estilo de vida volcado a la creación literaria. No sería capaz, la literatura me parece algo demasiado serio para tomármela así. 

Me dan miedo los escritores y los intelectuales en general. Los escucho elucubrar y hablar difícil y no entiendo la mayor parte de lo que quieren decir. 

Cuando hablan de Hegel, lo primero que se me viene a la mente es ¿quién hacía sus comidas? ¿limpiaba su casa? ¿Quién criaba a los hijos de Vargas Llosa o de García Márquez? ¿Cuándo hacía la compra Hemingway? ¿Buscaba precios cuando compraba los zapatos a sus niños, Salinger? ¿Iba a las reuniones de padres? ¿Llevaba y buscaba a sus niños de la escuela? ¿Cómo hacía con los deberes? ¿Y si enfermaban?

Una nunca sabe hasta dónde llega la vida doméstica hasta que se sienta a escribir. ¿De dónde viene la escritura? 

La escritora argentina María Negroni realiza una especie de arqueología de la escritura, pero de la escritura de una escritora, trazando un mapa emocional que se remonta a la infancia. 

Negroni se pregunta ¿cómo se constituye una escritora? ¿Dónde se sitúa y con quién se alía la mujer que escribe? ¿Cómo se relaciona con el canon literario, cómo lo desafía y lo discute, cuál es el rol que cumplen otras escritoras para esa escritora?

Porque la escritura es muy exigente y demanda tiempo, mucho tiempo y soledad. ¿Cuáles son los costos de escribir? ¿Cómo hacer las compras y al mismo tiempo parecerse a Baudelaire? argumenta Negroni.

Caroline Criado Perez escribió un magnífico e interesante libro, La mujer invisible, en el que relata apoyándose en una muy buena cantidad de datos, cómo para las mujeres “vivir en un mundo construido a partir de datos masculinos puede ser mortal.” La brecha de datos entre los géneros, dice la autora, confunden el punto de vista masculino con la verdad absoluta y conciben a la humanidad como masculina, pero se han olvidado de la otra mitad.

Como mujer, dirá Criado, realizaré una enorme cantidad de trabajo de cuidado y de limpieza no pagado y aunque contribuya a aligerar enormemente las arcas del Estado, será explícitamente ignorado. Todas juntas vamos a contribuir, según el informe McKinsey, aproximadamente con 10 trillones de dólares al PBI mundial anual sin recibir un solo centavo por todo este trabajo realizado. Ya sabes qué tienes para decir cuando te pregunten si trabajas: sí, todo el día.

Criado es enfática cuando dice “No existe la mujer que no trabaja. Solo hay mujeres a las que no se les remunera.” En el mundo, el 75% del trabajo no pagado lo hacen mujeres. 

Como mujer, mi trayectoria laboral no será lineal, tendré un trabajo precario y muy mal pagado – incluso en el ámbito académico -, que deberé abandonar para poder compatibilizar con la crianza de mis hijos, el cuidado del hogar y la pareja. Y si recibo un salario acorde, éste será inferior al de un colega varón.

En cuanto a mis derechos laborales, éstos serán prácticamente inexistentes, ya que están delineados en función de un trabajador varón, sino hablemos de embarazo o de baja por maternidad.  

Y mi jubilación… mi jubilación, si es que la tengo, será muy precaria porque sólo se tendrá en cuenta el trabajo remunerado que tuve que reducir para compatibilizar vida familiar y vida laboral y se ignorará explícitamente el trabajo no remunerado – o reproductivo - que he hecho sin parar. La autora precisa que las mujeres representan el 75% del total de los trabajadores a tiempo parcial.

La escritora feminista Silvia Federicci lo dice claro: “Cuanto más cuidan de otros las mujeres, menos reciben ellas mismas, puesto que dedican menos tiempo al trabajo asalariado que los hombres y gran parte de los sistemas de seguridad social se calculan en función de los años realizados de trabajo remunerado.” Así, las mujeres nos enfrentamos a la vejez con menos recursos que los hombres.

Como mujer, tendré un 80 % de probabilidades de sufrir acoso sexual en mi lugar de trabajo – sí, incluso en la academia -, en el transporte público o en la calle. Seré insultada y despreciada en el ámbito de la política y es altamente probable que tenga que lidiar con la violencia masculina a lo largo de mis días y de mi vida. 

Y si eres de las que han podido sortear la mayoría de estos inconvenientes, y muchos más que no he relatado, primero te digo, ¡enhorabuena!, ¿estás segura que no vives en Marte? Y segundo, el futuro aún puede ser peor, prepárate, porque según todos los datos, las mujeres afrontan “la pobreza extrema en su vejez.”

Con un gran número de datos y estadísticas, lo que me interesa de esta autora es que va a ir aún más allá y va a discutir el concepto de clase trabajadora. 

Según las estadísticas, la industria de la minería del carbón, en Estados Unidos proporciona 53.420 empleos con un sueldo medio anual de 59.380 dólares. Si los comparamos con las 924.640 personas, en su mayoría mujeres, que trabajan como empleadas domésticas y personal de limpieza, cuyo ingreso anual medio es de 21.820 dólares, la autora va a preguntarse, ¿cuál es la verdadera clase trabajadora en el siglo XXI? 

Cuando alguien escribe, puede hacerlo desde la primera persona del singular, yo, o desde la tercera persona, nosotros o nosotras. Esta tercera persona es también ‘un yo encubierto’, dice Francesc Arroyo. 

Cuando yo me siento a escribir, hay que tener en cuenta que lo que escriba estará atravesado por todo lo que acabo de enumerar, esta suerte de carrera de obstáculos interminable. Este yo que utilizo aquí es también un yo encubierto, porque en realidad quiero escribir nosotras. 

El camino va en dos direcciones, del yo al nosotras y viceversa. Este ida y vuelta es un gesto a la vez reflexivo y literario en el que, ante todo, quiero poner en evidencia el lugar desde el que se escribe y la perspectiva desde la que se mira.

El siglo XX estuvo marcado por las luchas por los derechos de las clases trabajadoras y del movimiento obrero. Sabemos que en el siglo XXI las luchas sociales se centran en las demandas por el reconocimiento de los derechos de las mujeres y en la crisis ecológica.

El trabajo doméstico no remunerado y el cuidado de los niños representa el 50% del PBI en los países de altos recursos y un 80% en los de bajos recursos. Hablamos de billones o trillones de dólares que salen de nuestros trabajos. Las mujeres “representan para los gobiernos <<un recurso gratuito que explotar>>.”

Hay que “tomar en serio el trabajo no remunerado como una fuerza económica que debe medirse e incluirse en las cifras oficiales. ¿Qué diferencia hay entre cocinar un plato en casa y crear un software en casa? Lo primero lo han hecho las mujeres y lo segundo, los hombres.”

Cuando una mujer escribe, emprende un camino a ciegas, ignora la dirección y la incertidumbre se apodera de su recorrido. ¿Cómo reflexionar sobre la existencia cuando ésta está atravesada por urgencias cotidianas ilimitadas? ¿Cómo escribir en la soledad del cuarto propio cuando la mayoría de las mujeres no tienen, ni tendrán, un cuarto propio donde escribir o crear? 

El 70% de la población que vive en pobreza son mujeres. Esto se ha dado en llamar la feminización de la pobreza o la pobreza feminizada. Y sí, el lenguaje tiene poder. Y si bien está muy escrito y dicho, es importante seguir repitiéndolo día tras día porque esto no ha alcanzado para reducir ese porcentaje. 

Por alguna curiosa razón, mientras escribo, no sé qué dirección tomarán estas líneas.  ¿Qué ha pasado desde que tomé el lápiz por primera vez hasta ahora? ¿Cómo es posible que una niña creyera que tenía todos los caminos abiertos? ¿De dónde viene mi preocupación por el destino de las mujeres?

Escribir es una forma de memoria, dice Silvia Hopenhayn. Y yo escribo aquí para poner en palabras todo lo que atraviesa a las escritoras al momento de escribir y para que no se olvide desde dónde escriben. Contarlo es una manera de escribir, de escribirlo para no olvidarlo. Porque cuando ellas escriben, no pueden cerrar la puerta y aislarse. Cuando ellas escriben, lo hacen con todo atravesándolas.

“Fue gracias a mi implicación en el movimiento de las mujeres como fui consciente de la importancia que la reproducción del ser humano supone como cimiento de todo sistema político y económico y de que lo que mantiene al mundo en movimiento es la inmensa cantidad de trabajo no remunerado que las mujeres realizan en los hogares. Esta certeza […] viene de mi propia experiencia familiar, que me expuso a un mundo de actividades que durante largo tiempo di por sentadas. […] Algunos de mis más preciados recuerdos de la infancia me trasladan hasta la imagen de mi madre haciendo pan, pasta […] y después tejiendo, cosiendo, remendando, bordando y cuidando de sus plantas. De niña tan solo veía su trabajo, más tarde, como feminista, aprendí a ver la lucha que llevaba a cabo, y me di cuenta de todo el amor que iba incluido en ese trabajo y de lo duro que había resultado para mi madre el hecho de que se diera por supuesto”, Silvia Federicci

Escribo esto por si, en el día a día, se te olvida todo lo que acarreamos, por si te preguntas en qué te equivocaste, por si te empapelan las calles con frases vacías del tipo sigue tus sueños o tú si puedes. Si es así, no les creas nada, construye tu camino junto a otras mujeres sabiendo todo lo que acarreas, y sigue, no te detengas. Escribe. Camina. Crea. Resiste.

“En mi caso escribir – y escribir mucho, aunque sea de manera imperfecta – significa un esfuerzo por desenrollar una especie de madeja interna. Llegar a ser, mediante el trabajo "una misma”, escribió la poeta argentina Sara Gallardo.


domingo, 3 de octubre de 2021

Las lectoras que me habitan - Una biblioteca es una cartografía de vida

 





“El comedor del apartamento rentado donde nada nos pertenecía,
de paredes oscuras forradas de madera y ventanas altas dando hacia la catedral, desaparecía a medida que a través de la lectura
avanzábamos en las selvas, navegábamos en mares revueltos, volábamos en las nubes”.
Marina Colasanti

Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com
En mi casa, los libros están por todos lados, en pequeños montículos perfectamente elegidos o dejados completamente al azar, apilados, o en diferentes bibliotecas. Siempre he leído, pero no tengo el sentimiento de tener una biblioteca de las ‘verdaderas’, una de esas imponentes, con los clásicos en una edición cara o antigua, una de esas bibliotecas que te dejan sin aliento, y en las que vas desplazándote poco a poco tocando las tapas de los libros y ojeando sus títulos dejándote transportar. 

Mi biblioteca es falsa y está media enclenque. Es, como dice Alberto Manguel, “una criatura mágica formada por las diferentes bibliotecas que construí a lo largo de mi vida.” En ella, no hay muchos clásicos, y quisiera yo que hubiese muchas clásicas. A algunos de ellos, ya los leí hace tiempo, y ocupan mucho espacio. 

Mi biblioteca nació poco a poco recolectando libros usados desechados por las bibliotecas públicas, sobrevivientes de antiguos lectores o lectoras que, por alguna razón, habían tenido que desprenderse de ellos. ¿Qué enigmáticas circunstancias los llevaron a abandonarlos?

Cuando llegué a Madrid, no tenía libros. Ni uno. Sólo me quedaban las bibliotecas públicas. Empecé a adoptar el hábito de ir todo el tiempo. Una no sólo lee en las bibliotecas. En una biblioteca conocí a Maribel y a mucha gente con la que me unía la pasión por los libros. 




También formé parte de un club, de lectura, pero un club al fin. Y como todo club, uno de lectura también genera un sentimiento de pertenencia a un grupo: el nuestro y los otros. Y no se crean ni por un segundo que el fervor que despiertan los clubes de lectura es menor por comparación a uno de fútbol. Ni por asomo.

Descubrí que las bibliotecas reciben muchas donaciones y que, en muchas ocasiones, no quieren todos los libros que les dan. Si trasladas todos esos libros no queridos a las asociaciones de reventa, entonces en aquellos años, tenías la posibilidad de quedarte con los que querías. 

Así empezó mi biblioteca: nació de una necesidad de ayuda mutua. 

¿Cómo guardamos los libros en nuestra biblioteca? ¿Los ponemos por género, por colores o quizás por orden alfabético?  De dónde viene esta tensión, como dice Walter Benjamin, entre el orden y el desorden que instaura una biblioteca. Porque “¿Qué otra cosa es esta colección sino un desorden al cual el hábito mismo ha acomodado hasta el punto de hacerlo aparecer como orden?” 

Calímaco de Cirene es “el primer cartógrafo de la literatura” y el padre de los bibliotecarios, nos cuenta Irene Vallejo. Este poeta libio nacido en el siglo III a. C., construyó una lista de autores por orden alfabético y organizó la literatura por géneros, algo hoy tan sencillo a nuestros ojos. 

Este invento que damos por sentado en nuestra cotidianeidad, fue la “gran contribución de los sabios alejandrinos.” Así, continua la autora, en silencio y sin casi darnos cuenta las bibliotecas nos fueron invadiendo. ¡Qué maravillosa plaga!




Mi biblioteca son muchas pequeñas bibliotecas. En una están mayoritariamente los clásicos de la sociología y los cuatro tomos del diccionario de filosofía que un día Walter me regaló. Cuatro tomos, cuatro cumpleaños. ¡Llegaste! me escribió en la dedicatoria del último. 

En otra, están los primeros que tuve aquí de literatura latinoamericana y especialmente argentina. Cortázar ocupa un buen lugar y muchos otros. Pero como escribí en otro texto, lentamente comencé a leer a las escritoras y me fui sacudiendo esa ‘prescripción obligatoria de corte masculino’ de leer a los grandes de los grandes y empecé a desembarazarme de esas voces que no me pertenecían.

Con el tiempo, fue inevitable aferrarme a la poesía, a los ensayos y a los libros escritos por mujeres porque cuando las leo, me siento en casa, hablamos el mismo idioma y nos entendemos.

Como escribió Rupi Kaur, “puedes oír a las mujeres que llegaron antes que yo/ quinientas mil voces/ sonando a través de mi garganta/ como si esto fuera un escenario hecho para ellas/ no sé qué partes de mí son mías/ y cuáles son de ellas/ puedes verlas apoderándose de mi espíritu/ moviendo mis piernas y mis brazos/ para hacer todo/ lo que no pudieron hacer/ cuando estaban vivas.” Me viene al pelo aquí.

Detrás de mi biblioteca, o de mis bibliotecas, ¿hay – como argumenta Benjamin, un impulso de coleccionismo? Dice éste que “La fascinación más intensa para el coleccionista está en encerrar los objetos individuales en un círculo mágico […]. Cada cosa recordada y pensada se convierte […] en el candado de sus propiedades.”

La idea de ausencia se hace física en mi biblioteca. Si juntara los escritos por mujeres y por hombres, en lenguaje futbolístico diríamos que los hombres ganan por goleada. Esto evidencia claramente, como escribe Peio Riaño, que la historia de la cultura legitima “un relato de hombres hecho para hombres en los que ellas no han contado. No han sido olvidadas, las han hecho desaparecer.”

En mi biblioteca, que tiene múltiples capas, hay libros que se sostienen solos. Orgullosos, ocupan mucho espacio y se hacen notar. Los hay, sin embargo, los que me parece que no tienen mucho que decir y los he puesto junto a otros, porque creo que se sienten felices de estar en compañía. Están los tímidos, a esos siempre me cuesta trabajo encontrarlos, pero es que son tan finitos que se pierden entre la multitud. 

Dice Manguel que “toda biblioteca es autobiográfica” y ya quisiera yo haber acumulado una colección de 35 mil ejemplares, como la suya, guardada en una antigua granja francesa. Por eso, una biblioteca también habla de nuestra pertenencia a una clase, de nuestro género, de nuestra historia y de la de nuestra cultura, de nuestros gustos y de nuestros sueños. 



El resultado es la acumulación paciente, desordenada y amorosa de una lectora que quisiera reencontrar el gusto y la libertad de la lectura de la infancia, de la lectura de esos primeros libros que me cautivaron y en los que nada perturbó ese momento único. 

Pero también de una lectora que está buscando leer diferentes voces, en las que sobre todo se cuestione la manera de mirar, el qué mirar y el cómo mirarlo, así como la autoridad jerárquica incuestionable. ¿Cuántas veces te preguntaste si este señor premio nobel estaba siendo el vocero de sólo una parte de la humanidad? Porque mi biblioteca de escritoras es chiquitita, muy chiquitita.

Por suerte “la mayor representación del sujeto hegemónico está en crisis”, dice Riaño al cuestionar la explícita invisibilización de las mujeres en los museos. Las miradas y las voces subalternas están cuestionando el discurso hegemónico y proponiendo altavoces a la diversidad. 

Porque, escribe Jessa Crispin, “mientras estamos en ello, aún seguimos escuchando sobre todo a los hombres blancos, quienes desean ofrecer la objetiva y universal voz de la razón, no a esa gente rara ni a quienes no se conforman con lo que se espera de su género ni a las personas místicas ni a las marginadas por su sexo o su raza, y yo anhelo que también formen parte de la conversación.” 

Pero, cuidado, dice Rupi Kaur: no me interesa/un feminismo que piensa/ que poner a las mujeres en lo más alto/ de un sistema opresivo es progreso.

Vale, no es nada nuevo esto, y se viene repitiendo mucho últimamente, pero hay que seguir haciéndolo, porque el nombrar la injusticia no significa que esta va a desaparecer, como bien sabemos. Hay que decirla, alto y claro, pero también hay que ir hacia sus orígenes para así atacarla. Y “si la historia oficial se niega a contarte de dónde vienes, siempre puedes crear tú esos caminos”, dice Crispin. 

Por eso, arma tu propia biblioteca, hecha de escritoras y de voces diferentes. Puesto que las mujeres “se enfrentan a un continuo y masivo desaliento”, necesitan modelos literarios femeninos a seguir. “Cuando se entierra la memoria de nuestras predecesoras, se asume que no había ninguna y cada generación de mujeres debe enfrentarse a la carga de hacerlo todo por primera vez”, argumenta Joanna Ross. ¿Quién será esa criatura socialmente sagrada?, escribirá.

¿Cuántas lectoras me habitan? ¿Cuántas lectoras caben en una? Dice la escritora italo-basileña Marina Colasanti que nuestra biblioteca refleja el camino de construcción de una lectora, en donde, agrega la escritora italiana Lía Piano, “comprendemos la importancia de las pequeñas piedras para encajarlas entre las grandes”. 



La sociología puede servir, aquí, para revisitar las huellas dejadas, de quienes fuimos en la infancia y de la manera en la que fuimos socializados que perduran incluso en la edad adulta. La biblioteca es también una cartografía de una misma, del lugar de dónde se viene y los lugares que se han atravesado. Es, por lo tanto, también una interrogación personal y política sobre los destinos sociales. 

Y como en este texto, se encarna el momento en que una persona reflexiona sobre ella misma, porque, como argumenta la filósofa feminista Camille Froidevaux-Metterie, “hay que postular que todo conocimiento tiene sus raíces en la experiencia humana, una experiencia que es situada y encarnada.” 

Así, escribir en primera persona implica un riesgo, el de la primera persona del singular. Ha sido a través de las vivencias personales que se ha reivindicado el feminismo y han sido las mujeres las que han sumido la responsabilidad social de la reflexión feminista. Hay tantos feminismos como mujeres y puntos de vistas, escribe Nany Hartsock, y yo agrego ¡menos mal!

¿Cuántas bibliotecas tenemos a lo largo de una vida? ¿Cuántas mujeres nos habitan? Si nuestra biblioteca es nuestra autobiografía, cada libro guarda las huellas del instante en que lo leímos por primera vez. ¿Quién era yo en ese momento? ¿Soy la misma que años después se acerca al mismo ejemplar?

Y, para terminar, ¿he leído todos los libros de mi biblioteca? ¿He descifrado a todas las lectoras y mujeres que me habitan? Como cita Benjamin a Anatole France: “Ni la décima parte, ¿supongo que usted no usa su vajilla Sevrès todos los días?” 

Escribo esto
no para ti
que luchas por escribir tus propias
palabras
remontando las caídas
sino para otra mujer
muda de soledad.
Adrienne Rich



viernes, 10 de septiembre de 2021

Cuántos cielos hay en nuestro Cielo - Cuántas palabras se escriben en agua

 


Uno de los hombres me pregunta:
<<¿Por qué azul?>>.
La gente me pregunta esto a menudo.
No sé nunca cómo responder. 
No podemos elegir qué o a quién amamos, quiero decir.
Maggie Nelson

Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com

Desde que era muy chica, los colores han sido una fuente de intriga y de reflexión para mí. Siempre me ha intrigado. Quizás esto tenga que ver con el hecho de que mi papá es daltónico. No ve ni el verde, ni el rojo ni el azul. 

A mi papá siempre le pregunto cómo es ver el mundo en gris. Y él, siempre me ha respondido, que no conoce otra forma de verlo, cómo podría saber lo que es el rojo o verde o azul que yo veo si para él no existen. Su mundo, me dice, es rico en grises. ¿Cómo imaginar un mundo de grises?

El daltonismo de mi papá provocó algunas anécdotas familiares curiosas. Estaba aceptado en la familia que él no podía ir a comprar ropa solo, alguien siempre debía acompañarlo. Si alguna vez sucedía que iba solo teníamos que volver a devolver la compra, porque ese pantalón gris que tanto le había gustado era, para nosotros, de un naranja fosforescente insoportable. 

Le gustaba pintar las habitaciones de la casa así que cuando iba a la pinturería también había que acompañarlo. Una vez decidió comprar pintura para el cuarto de la escalera y fue solo: verde fluorescente. ¡Y los semáforos! Aprendimos a decir en voz alta los colores cuando nos aproximábamos a uno: verde, amarillo y rojo. Más de una vez esto me puso en aprietos con otros conductores.

Puede ser que por esto, siempre he andado con la incógnita de cómo es ver el mundo en gris, cómo se vive en un mundo de grises. Como vos en el de colores, Virginia, me dice mi papá.

Con esas dudas coloridas en mi cabeza, hace unos cuantos años, Walter me contó de la capacidad de los esquimales para diferenciar entre varios tipos de blancos, debido a que conviven constantemente con la nieve. 

Ellos, como dice Steven Pinker, “utilizan más palabras para referirse a los tonos de blanco porque han aprendido a reconocer los matices de este color.” Obviamente, el caso de los esquimales no se asemeja al de mi papá…o quizás sí, no conozco toda la gama de grises que él tiene.

En 1787, asombrado por el cambio de tonalidad del azul del cielo, Horace-Bénédict de Saussure, geólogo, naturalista y padre del alpinismo moderno, inventó un instrumento singular y extraño capaz de establecer la ‘azulidad’ del cielo. 

Así nació el cianómetro, un artefacto singular y extremadamente poético, producto del asombro de su inventor por los diferentes tonos de azul del firmamento. Este curioso instrumento circular, estaba compuesto de 53 cuadrados de papel teñidos en tonos graduados de azul dispuestos en círculo que puede sostenerse con la mano para así comparar con el color del cielo. Del blanco al negro, todos los cielos de su conocimiento estaban representados para así poder medir su tonalidad.



Fue en la cima del Mont Blanc donde este detective celeste llevó a cabo su experimento. ¿Su conclusión? El color del cielo depende de la cantidad de partículas de agua en la atmósfera. Evidentemente, no hay dos medidas iguales.

Debido a su poca cientificidad, el cianómetro poco a poco fue cayendo en desuso como muchos otros objetos que pueblan nuestros cajones y los cajones de la humanidad. Sin embargo, esta poca cientificidad no le ha quitado lo poético de su existencia 234 años después de su creación. Quizás deba construir un cianómetro de grises para regalarle a mi papá.

Y así pensando en el cianómetro de Saussure, se me ocurrió ir directamente a la poesía de Maggie Nelson, enamorada de un color y a quien unos funcionarios le preguntaron ¿por qué el azul?

“Supongamos que empiezo diciendo que me he enamorado de un color. Supongamos que digo esto como si se tratara de una confesión. Supongamos que rasgo mi servilleta mientras hablamos. Empezó lentamente. Una apreciación, una afinidad. Un día se volvió más seria. Luego se volvió, de algún modo, más personal. Así que me enamoré de un color – en este caso, el color azul – como si cayera bajo un hechizo por el que luché, alternativamente, por permanecer dentro y salir de él.  […] Que ese azul exista, el simple hecho de haberlo visto, hace a mi vida extraordinaria. […] Escribo en tinta azul para recordar que todas las palabras se escriben en agua.”

Leyéndola me pregunto cómo será el año en el que nos enamoramos así de un color. ¿Nos atraerá todo lo azul? O, como escribe, “¿El mundo se ve más azul desde los ojos azules?” ¿Cuál es mi color? 

No tengo preferencias, me gustan todos, aunque el azul tiene algo de poético y cada vez que vuelvo a Bluets, este libro de Maggie Nelson, aprecio un poco más aquello que por su sutileza no siempre notamos.  

¿Es Bluets mi cianómetro? ¿Cuál es el de mi papá? No sólo Maggie Nelson se interesó por los colores, Goethe o Wittgenstein también lo hicieron a sus maneras y toda una serie de los que ella llama “sus corresponsales azules” que le envían “reportes azules desde donde se encuentren.”

Y estoy enfrascada en mis elucubraciones coloridas, cuando me topo, casi de bruces, con el Kin-tsugi, una técnica de cerámica japonesa que enmarca mis últimas lecturas.

Curiosa técnica el Kin-tsugi que consiste en reparar, en la cerámica, una fractura o una grieta de un objeto con un elemento dorado o plateado. El dorado mi papá no podrá verlo. Esta asombrosa técnica, forma parte de una filosofía más amplia en la que en lugar de crear un objeto perfecto sin historia, se busca reparar las fracturas de algunas de las piezas para así dejar constancia de sus grietas y de sus reparaciones. Porque esas trazas, forman parte de la historia del objeto. Nuestras grietas y fracturas también forman parte de nuestra biografía e historia. 

Dos aspectos me llaman rápidamente la atención al respecto: uno es la consciencia de la fragilidad de los objetos (podríamos ampliarlo a las personas) y el otro, es la de que las fracturas deben mostrarse en lugar de ocultarse. Ambos, intrínsecamente necesarios, embellecen el objeto al revelarnos su transformación y su historia.

Me viene al pelo aquí esta antigua técnica japonesa, y no para denunciarme por apropiación cultural, sino para establecer una suerte de contraste entre una técnica simple que habla de una cultura en la que la historia pasada, con sus fracturas y grietas, adquieren una simbología especial y otras técnicas propias de nuestra cultura en la que la fragilidad, inherente a la condición humana, se oculta. 


Como me gusta la cerámica siempre ando interesada en las diversas técnicas. Hice cerámica durante varios años, y exploramos las técnicas de la cultura mapuche. Interesada como estoy en ella, el kin-tsugi como el cianómetro y Bluets fueron cayendo en mis manos mientras leía sobre la fragilidad, porque debo confesar aquí que mis dotes creativas – como ya lo he hecho en otras entradas – no son mi fuerte.

Hablemos de fragilidad. Hoy quiero hacerlo, porque más que nunca ha aflorado con fuerza en esta época que curiosamente se ha caracterizado por fomentar la fuerza y el poder de los sujetos. Y porque además, como escribió Saul Bellow, “El mundo está demasiado encima de nosotros.”

¿Qué ocurre cuando hablamos de esos momentos de ruptura, en el contexto de la sociedad capitalista cuya promesa de base es la de que “tú puedes llegar a la cima si tú lo quieres de verdad”? ¿Qué pasa cuando se quiere hablar de fragilidad, y no de vulnerabilidad, por fuera de los discursos del desarrollo y bienestar personal que tan a la moda están hoy? ¿Qué ocurre cuando deseo hacer un kin-tsugi personal? ¿Es la fragilidad política?

¿Cómo se da testimonio de esta precariedad existencial? Somos ontológicamente frágiles. Y ahora somos más conscientes de nuestra fragilidad personal, social, planetaria, corporal…del mundo. Créanme, soy consciente de mi fragilidad…

Si de golpe se ha instalado a mi mesa, ¿cómo acoger esta fragilidad? Porque si de algo hemos sido testigos este último tiempo es que, con urgencia y en soledad, la fragilidad se ha materializado. Y se erige contra toda una tendencia dominante en filosofía que se funda sobre una subjetividad que se supone fuerte como una roca. Sin embargo, no hay escape de la fragilidad, porque es inherente a nuestra condición humana, y porque somos conscientes de nuestra finitud. 

“Si un color no pude curar, ¿puede al menos incitar esperanza? Si un color puede dar esperanza, ¿quiere decir que también puede causar desolación? […] Pero por el momento no puedo pensar en alguna vez que el azul me haya hecho sentir desolada.” escribe Maggie Nelson.


sábado, 31 de julio de 2021

La luz de nuestras alegrías y las sombras de nuestras tristezas - La filosofía de lo cotidiano




 Creíamos que éramos pobres,
que no teníamos nada,
hasta que fuimos perdiendo
todo, una cosa tras otra.
Anna Ajmátova
Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com
Hace un tiempo no tan lejano, he empezado a dejar de pensar en mi ciudad por las noches. Cuando iba a dormirme me imaginaba abriendo la puerta de Las Violetas y saliendo al jardín. Camino por la vereda que rodea la casa de mis padres, me detengo en las rosas, miro el roble de la esquina de la entrada, y sigo el sendero al jardín de atrás. 

El manzano y el cerezo siguen ahí, pero creo que el sorbus pasó a mejor vida. Tengo que preguntar a mi mamá, por si mi memoria ha empezado a hacerme trampas. Sigo mi camino y voy hasta la hamaca, que ahora usan los chicos, y veo que el viejo pino al fin fue derribado. Había tomado dimensiones exorbitantes y con el viento patagónico tenía preocupados a los vecinos de atrás. Ahora entra más sol y el césped puede volver a crecer.

Los pinos del cerco de atrás, son un recuerdo de antiguas navidades. Luego de los festejos, los fuimos plantando uno a uno con mi papá. Su llegada a casa era muy particular…salíamos a buscarlos al bosque. Era toda una aventura.

Sigo mi recorrido, y poco a poco voy saliendo de casa. Comienzo a bajar por Las Violetas, sigo a Topa-topa….y voy hasta Campichuelo, y ahí ya me duermo. 

Recordar es un ejercicio de memoria y de nostalgia, no sólo geográfico, sino también biográfico. 

Recorro mis lugares como si me recorriera a mí misma, como si volviera a la persona que fui, que sigo siendo, que ya no es. Cuando la vida extranjera se apodera de mí, vuelvo a caminar por casa, a escuchar los sonidos de casa, los olores, las voces. 

“Solo en la madurez, escribe Anatxu Zababeascoa, vemos la casa donde nos fuimos haciendo sin darnos cuenta. Es ahí donde queda algo de lo que fuimos, donde siempre hay algo que reparar. La casa es una meta, un lugar que calma. Un sitio donde mirar por la ventana. Érica Jong es feliz en su casa "allí es donde me repongo y sueño. Sé que estoy en casa porque mi corazón está en calma".

“Tu vida es simplemente una vida humana”, dice Simone de Beauvoir en sus memorias, y en eso estoy cuando se me viene a la memoria la historia de la gran poeta rusa Anna Ajmátova.

Once amigos aprendieron de memoria los desgarradores poemas de su libro Requiem, para preservarlos de la crueldad a la que ésta fue sometida. Su historia es la de la tragedia del dolor personal, así como colectivo.



"Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer – los labios morados de frío – que nunca había oído mi nombre, salió del acorchamiento en que estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba sólo en susurros):
- ¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
- Puedo.
Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro".

La conmovedora historia de esta gran poeta me ha dejado más de una vez el alma estrujada. La figura de Ajmátova es la de esos héroes trágicos, en donde “lo personal, lo político y lo espiritual” se entrelaza con el destino.

Requiem es un libro conmovedor, que recomiendo. Lo tengo en mi mesa y lo he releído este último tiempo junto con otros. De todos he aprendido algo, pero Ajmátova tiene un no sé qué en el que conjuga en su poesía su destino trágico con el de su época.

Recomiendo leer este poema, como se leían en la antigüedad, en voz alta para así dejarlo alcanzar toda su plenitud. Al hacerlo, estaremos prestándole la voz a la poeta rusa.

“Los libros son hijos de los árboles”, escribió Irene Vallejo, en su libro El infinito en un junco. Según esta autora, “liber (libro) evocaba el misterio del bosque donde sus antepasados empezaron a escribir, entre los susurros del viento entre las hojas.” 

¿Por qué caminos, o libros, o bosques he vagabundeado este tiempo? Algunos de ellos son tan interesantes que no podría ni resumirlos, sólo recomendarles una urgente lectura homeopática. Ellos me han ayudado a sostenerme en estos tiempos tormentosos.

En este mi bosque de libros, he ido armando una biblioteca (con la ayuda de mis amigas y amigos lectores), que me ha permitido construir un relato, narrarme a mí misma. ¿Que, a veces. ese relato hace aguas? Seguro. ¿Qué hay que recauchutarlo? Todo el tiempo. ¿Qué hay que cambiarlo? Inevitablemente.



Si bien este vagabundear parece caótico y azaroso, nada más lejos de esta impresión, hay un orden en el aparente desorden. “Todos somos narradoras y necesitamos las palabras apropiadas para contar y contarnos el día, para convencer y encantar a quienes nos escuchan”, escribe Vallejo, y agrega que “los relatos bien contados invaden lo más íntimo, liberan sentimientos callados, nos rozan el corazón.”

En este deambular, hace un tiempo buscando un libro para regalar a una amiga querida, casi por azar cayó en mis manos una pequeña maravilla. 

El libro del té del escritor japonés Kakuzo Okakura, es una miniatura bellísima, casi casi poética, que me ha rescatado de mis sombras e incertidumbres.

Del libro de Okakura, aprendí que en la cultura japonesa se despliega una antigua filosofía sutil del té, que esta infusión comenzó como un remedio y que a una persona insensible “se le dice que a ese sujeto le falta té.” Hay varios por ahí escaseando de té.

Detrás de este magnífico pero pequeño librito, se deshilvana una perspicaz mirada sobre la magnitud de las pequeñas cosas, de la grandeza que se esconde detrás de los detalles mínimos, de la “luz de nuestras alegrías y las sombras de nuestras tristezas.”

Okakura nos deja algunas frases memorables, pero poéticas, como esta: “El té carece de la arrogancia del vino, del individualismo consciente del café, de la inocencia sonriente del cacao.” 




“La pulcritud es un arte”, escribe, y proclama una filosofía de estar en el mundo de manera de no perturbar la armonía de lo que nos rodea para así “pilotar inteligentemente tu propia existencia a través de este mar tumultuoso de inquietudes que llamamos vida.”

Soy ingenua pero no tanto. Sé que quizás si protestara más, sería más interesante que enarbolar -en tiempos inhóspitos – una filosofía de lo cotidiano, aunque considere que está cargada de sentido político. Queda mucho mejor perderse en una narración pomposa sobre las resistencias colectivas. Los pequeños gestos marginales están muy mal vistos.

¿Será que estos gestos están asociados a los cotidiano y, por tanto, a lo femenino? Incluso cuando pienso en las resistencias, las pienso como elementos de construcción colectivos, grandes movilizaciones, partidos políticos, organizaciones de la sociedad civil, movimientos callejeros, estallidos….mientras la vida cotidiana, el día a día de las personas, se aparca y las pequeñas pero heroicas resistencias cotidianas no significan casi nada. 

Pequeños libritos, como el de Okakura, van transformando la mirada, te enseñan otros caminos que no son menos resistentes ni más individualistas. En una época invadida por el ruido, la sobre-información, la velocidad, la aceleración, la hiper-conectividad, la brutal desigualdad y la catástrofe medioambiental, pensar desde la calma y la intimidad me parece un gesto de resistencia.

“Las trincheras son para ellas y los sillones son para ellos”, escribe Peio Riaño en Las invisibles y refuerza la idea de la falta de referentes femeninos en los que reconocernos las mujeres (no sólo en el arte) en la sociedad. Y he pensado si no deberíamos retomar nuestra herencia intelectual y re-escribirla, desde otra mirada y otros marcos. 

¿Se puede hablar de un libro que no se ha leído o de alguno que hemos solo hojeado?  ¿Hemos leído los libros que ya hemos olvidado? Hasta los más leídos, también olvidan, han echado solo un vistazo a alguna obra renombrada o han escuchado algo de un libro que no han leído…Y se repiten, también, como yo en este texto. ¿De qué está hecha la memoria?

¿Qué rastro involuntario vamos dejando? Sabemos que dejamos huellas, muchas veces conscientes. Este escrito es una de ellas. Pero también dejamos un rastro que no es voluntario. Podríamos aventurar algo así como que somos también como esas huellas involuntarias que vamos dejando. La inertiae dulceda, la dulce inercia, las estelas de ese transitar que es este devenir.

Pistas que nos ayudan a orientarnos. Hablan de lo que apenas se ve y no es visto, hablan de esa inercia, y de las incertidumbres, de los conflictos y de nuestras contradicciones. Susurros soplados al azar.

“Defender un edén modesto”, escribe Antonio Muñoz Molina, a propósito del libro de J. A. González Sainz, La vida pequeña: el arte de la fuga.



Defender todas las cosas que es preciso saber para ocupar un espacio saludable, gozoso y no dañino en el mundo: "prestar atención a lo que se despliega ante los ojos, fijarse en indicios mínimos, atemperar la experiencia y lo ya sabido con la aceptación del azar.”

Los lugares y los espacios en los que nos situamos configuran nuestra forma de hablar y de estar, porque “nuestro cuerpo registra sus lugares” escribe la argentina Agustina Atrio en Tres formas de atravesar un río”.

¿Qué palabras nacen en los lugares que ocupamos? Los márgenes son también lugares en los que situarse. Estar en los bordes puede haberse convertido en una manera de habitar este mundo. ¿Se eligen los márgenes o se nos eligen? Se puede vivir en los márgenes. ¿Se puede vivir en los márgenes? ¿Qué tan al margen se llega a vivir? 

Las mujeres hemos vivido, y vivimos, en los márgenes de un sistema dominado por los hombres. ¿Quién constituye la clase obrera del siglo XXI? “No hay mujeres que no trabajan. Hay mujeres que no son pagadas por sus trabajos” escribe Caroline Criado Pérez. 

Quizás se deba a ello que nos sentimos siempre en los bordes, porque hemos sido conscientemente expulsadas de los centros. Sin embargo, “Los caminos más fascinantes son aquellos que nacen en las grietas”, dice Irene Vallejo.

Cada vez que nos salimos del camino trazado, cada vez que metemos la mano sobre nuestra historia, estamos intentando trazar un espacio donde afirmar nuestra independencia, y desde donde se puede cambiar el mundo o ser cambiada por él.

El espacio que ocupamos está perpetuamente construido, deconstruido y reconstruido y es objeto de innumerables interrogaciones. “El espacio es una duda – escribe Georges Perec – necesito marcarlo sin cesar, designarlo, no es nunca mío, nunca me ha sido dado, es necesario que yo lo conquiste”.

Como escribe Lauren Elkin, “Nosotras reivindicamos nuestro derecho a perturbar la paz, a observar (o no), a ocupar (o no) y a organizar (o desorganizar) el espacio según nuestras propias condiciones.”

Esta vez, salgo de Las Violetas, desciendo por Topa-Topa y bajo por Quintral.

Voy a bajar hasta la plaza Belgrano. 



Puedes inscribirme en la historia
con tus amargas y retorcidas mentiras,
puedes aplastarme en el fango
pero, aún así, como el polvo, me levantaré.
Maya Angelou

sábado, 19 de junio de 2021

Aprender a vivir por fin - Otras ideas, otros futuros posibles

 


¿Acaso hay alguien que no está en movimiento?

“Creo en la cadena que se enlaza.

Creo en la canción que se teje con las

canciones que llegan de tan lejos.

Creo en la memoria ancestral.

María Teresa León

Virginia Baudino-virbaudino@hotmail.com

El pasado siempre está ahí, en cada rincón, al acecho, esperando. Una piensa que lo ha dejado atrás, pero inexorablemente él se hace presente en cada gesto, en cada silencio, en nuestro cuerpo, en nuestros gustos y hábitos y en nuestras relaciones. Cada tanto nos manda recados. Otras, se presenta así, de improviso, sin dejarnos la posibilidad de salir huyendo. Regresa una y otra vez.

El pasado sobrevive en mí como una parte de mí, lo que recuerdo, lo que está en mí, lo que borré y lo que he querido borrar continúa siendo parte de lo que soy (y de lo que somos). El origen, las huellas de clase, el género, están también ahí, son el pasado y el presente.

¿Cómo abordar el pasado? ¿Desde qué lugar hacerlo? El pasado siempre implica un regreso sobre una misma y a sí misma, pero es un regreso mirado desde las categorías de percepción del presente. Tutearse con los fantasmas y espectros del pasado, requiere mucho esfuerzo. Pero por qué no hacerlo. Al fin y al cabo, allí se encuentran las raíces de los futuros que se nos prometieron.

La escritora española María Teresa León escribió un magnífico libro titulado Memoria de la melancolía en el que, entre otras cosas, aborda su pasado y la memoria de su exilio y traza “un mapa emocional” que es superior al geográfico. 

A través de la narración de su trayectoria vital, la escritora produce algo así como una suerte de emancipación personal. A través de la palaba escrita, de su palabra, vislumbrará la existencia de otra vida posible más allá de la nostalgia y de la melancolía que produce el distanciamiento forzoso con su cultura. A ese desasosiego, la escritora argentina Olga Orozco le llamó “el rincón natal de mi melancolía.”

En ese deambular e indagar en el pasado, León se preguntará ¿Por qué debería seguir los pasos de alguien cuando puedo dar los míos propios? Y yo agregaría la pregunta sobre ¿cómo hacer para que entre el pasado y éste presente haya una tregua?

¿Cuál es el lazo entre el presente y el pasado de una persona? ¿Cuánto de ese transcurrir personal está entrelazado con el discurrir social? ¿Por qué tengo esa imperiosa necesidad de interrogarme a mí misma, de hacer, como dicen algunos, una cartografía de mí, personal? “El origen es un espectro que vuelve desde el pasado cuando parece haber desaparecido”, escribe Mark Fisher y James Baldwin nos ha incitado a acercarnos a él porque “Evitar el viaje de regreso, es evitarse a sí mismo, evitar la vida.”


Cuando el pasado toca a mi puerta, a nuestra puerta, parece imperioso preguntarse sobre el devenir de nuestro itinerario personal porque éste, está inscrito en nuestro presente, en nuestra memoria, en nuestro cuerpo y en nuestras decisiones. ¿Desde dónde reconstituimos el pasado vivido para dibujar el retrato de la persona que hemos sido?

Los fantasmas no desaparecen jamás, siempre están ahí, dando vueltas, para aparecer o por aparecer. Re-pensar el recorrido como una manera de narrarse y bucear en las inquietudes personales más profundas del itinerario, me parece interesante como antídoto para resistir a una sociedad basada en “la rapacidad inhumana”. Quizás, como argumenta Fisher, el problema no sea el sujeto sino la cultura que le rodea.

Una interrogación que es personal pero que también es política. Y es política porque indaga en las desigualdades sociales, en la división de clases de nuestras sociedades, en el género, en la trayectoria de las mujeres, en el efecto que esas estructuras sociales han tenido y tienen sobre la constitución de nuestras subjetividades y de nuestras psicologías individuales. Y sobre nuestro futuro y el de los otros.

Existen muchas formas de opresión que producen sentimientos de inferioridad, como el género, la raza, la etnia, la nacionalidad, pero la más potente, dirá Fisher y en esto hay acuerdo casi total entre los pensadores sociales, es la de la clase social.

“Cada uno de nosotros llevamos la marca del lugar o del medio donde se ha nacido, del lugar que es el suyo o era el suyo cuando nació, pero que siempre estará presente en todas las situaciones que viviremos a pesar de todos los cambios y de todas las experiencias que nos atraviesan”, escribe Didier Eribon. Nunca se escapa lo suficiente.

¿Qué distancia hay entre esa Virginia de ayer y la de hoy? Una distancia que no es sólo biográfica, histórica, vital, sino también de género y de clase. Siempre volviendo sobre mí misma….¿se podrá evitar algún día? ¿Cuánto ruido guarda la memoria? y ¿cuántos olores y sabores también guarda? 

¿Melancolía de qué? No es mi intención deambular por los campos de la psicología, sino más bien, como propugna Fisher, aproximarse a una dimensión política de la melancolía, o a una politización de la melancolía, como rechazo a acomodarse a los horizontes cerrados del capitalismo. Y así desenmascarar las desigualdades visibles de la estructura social camuflada en los discursos de superación personal que recaen sobre las personas.

Desenmascarar esa sensación de inferioridad cada vez que traspasas las fronteras trazadas, de estar en lugares que no te corresponden o en los que nunca estarás a la altura. Desmitificar las derrotas. Pero ¿cómo puede ella escribir esto? No es una escritora de verdad, es cierto, eso lo sabemos, no es seria, y no debería hacer eso. No sabe. No es escritora. Es rara, siempre rara. Tiene defectos….muchos. Debería ser constante. No sabe lo que dice. No se entera de nada. No sirve para nada.

El regreso nunca se termina, es interminable. Se inscribe en el contexto de los momentos de fragilidad, de desarraigo y de incertidumbre. Pero ahí están esos libros, ofreciéndote sostén, que te obligan a levantar la mirada y anotar algo en ese cuadernito de notas. Expatriada y nómade. Virginia Paula.

 “Alguien, usted o yo, se adelanta y dice: quisiera aprender a vivir por fin.” Jacques Derrida

Sin embargo, en las fisuras del sistema empiezan a inventarse prácticas emancipatorias…gestos de resistencia, buscando e intentando hacer crecer nuevas ideas, otros puntos de vista, otros futuros posibles, otros mundos posibles.

“A medida que aprendemos a soportar la intimidad con esa observación constante y a florecer en ella, a medida que aprendemos a utilizar los resultados del escrutinio para fortalecer nuestra existencia, los miedos que rigen nuestras vidas y conforman nuestros silencios comienzan a perder el dominio sobre nosotras”. Audre Lorde



martes, 4 de mayo de 2021

La formidable y profunda memoria de nuestros pequeños objetos queridos - El espíritu de lo minúsculo, de lo raro y sin valor

 

“Los sentimientos se han conservado como adornos inevitables o como agradables pasatiempos, con la esperanza de que se doblegaran ante el pensamiento tal y como se esperaba que las mujeres se doblegaran ante los hombres. Pero las mujeres han sobrevivido. Y también las poetas. Y no hay nuevos dolores. Ya los hemos sentidos todos.”  

Audre Lorde

Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com

Hay días sin huellas. Días monótonos e impasibles, que además se suceden unos tras otros mientras nos encontramos esperando que algo pase. Días que nadie va a relatar. Días en los que las palabras nos abandonan, y no hay nada que asegure que esa alianza se reconstruya. Días que hay que aceptarlos así…

Sin embargo, son esos días los que conforman nuestras vidas. Esos días que se suceden unos tras otros y en los que repetimos nuestras rutinas. En la vida Facebook de efectos especiales, lo cotidiano es aburrido. 

Pero heme aquí – como siempre - defendiendo esas pequeñas acciones cotidianas que, en este último tiempo, nos han sostenido en la inclemencia y que, sin reconocerlo, dan sentido a nuestras vidas.

En esta paupérrima defensa, me viene al pelo el escritor francés Georges Perec que desarrolló algo así como una sociología de lo cotidiano, poniendo el acento en las cosas comunes u ordinarias que nos rodean y a las que, por la fuerza del hábito quizás, nunca les prestamos demasiada atención, por lo que probablemente nunca nos hayan sorprendido. 

En sus libros, Perec se centra en lo que más cerca tenemos, eso que pasa desapercibido pero que es tan esencial para la vida de todos los días. Hoy se puede afirmar que, a partir de un determinado momento, la vida cotidiana se volvió objeto de estudio no sólo para la literatura sino también para las ciencias sociales. La microsociología o la Historia de la vida cotidiana, por citar algunos ejemplos y no ponerme académica aquí, irrumpieron con fuerza para disputar el relato.

Al fin y al cabo, es en lo cotidiano, en la observación apasionada de lo ordinario, en el cuestionamiento de lo que a simple vista parece incuestionable, donde se encuentran los cimientos de la literatura y de la vida. 



Siguiendo esas reflexiones, me puse a jugar inspirada en estos autores e hice el ejercicio de describir detalladamente esta mesa que uso para escribir y leer, las fotos que me acompañan a cada lado de este ordenador, los lápices y resaltadores, así como los papelitos que voy pegando con los nombres de escritores o escritoras que quiero leer, una vela que nunca utilizaré y que sólo tiene una función decorativa, una lámpara un tanto desvencijada que pasó por los escritorios de mis hijas y muchos trazos de objetos dispersos que tienen algún significado para mí, así como una pila de libros siempre lista.

Al observar detenidamente lo que me rodea en esta mesa de trabajo, me he dado cuenta de la importancia que tienen en mi día y en el sostén de mis días en estos, y en otros, tiempos, esas miniaturas. Podría describir qué significa cada una de ellas para mí, o contar su historia de cómo fue que nos encontramos. También podría desdeñar estos objetos, por el simple hecho de serlo…pero en mí algunos de ellos tienen un delicado significado emocional.

Sin embargo, todos tenemos algún objeto entrañable que nos acompaña en este camino, y yo no soy la excepción, tengo por ahí un par de desvencijadas máquinas de escribir que tienen una particular historia detrás de cómo llegaron a mis manos...y mis amigas guardan algunas para darme, porque saben de esta afición de coleccionista.

Estos objetos queridos, algunos deseados, en general están enlazados con nuestro pasado, especialmente porque tienen un valor emocional y hemos establecido con ellos una cierta intimidad, un cierto entendimiento o acuerdo. Ellos, como dice Rosa Montero, han adquirido una “memoria formidable y profunda” en nosotros.

Adornan lo más primario, y dignifican lo ordinario que de tan común parece insignificante. Si esto es así, cómo haremos, se pregunta Perec, para dar cuenta de ello,  para interrogar y para describir lo que es insignificante.

“¿Cómo hablar de las cosas comunes, cómo rastrearlas, cómo desembrollarlas, cómo arrancarlas del caparazón donde permanecen enganchadas, cómo darles un sentido, una lengua? […] Se trata de cuestionar […] nuestras costumbres en la mesa, nuestros utensilios, nuestras herramientas, nuestros horarios, nuestros ritmos. Examinar lo que pareciera que ya no nos sorprende.” [Traducción de Solange Gil]

Lo que al final está en juego en esta inquisición de la cotidianeidad, es el examen de la dualidad inherente de la vida cotidiana, que va de la rutina a la innovación, de la repetición a la diferencia. ¿Cómo se confronta en la cotidianeidad la propia idea de la vida? Y, ¿cómo se lo hace ahora donde el contexto ha quedado pausado?

Con esta incógnita dando vuelta recordé que, hace un tiempo, vimos con Maribel una exposición en Madrid llamada ‘El hecho alegre’, en la que se ponía el énfasis en los elementos pequeños que forman parte de nuestro día a día y que, por una serie de hechos, pueden dar forma a unos placeres sencillos que de una manera u otra satisfacen nuestra vida. 

En esta exposición, se trataba de hallar en la grandeza de lo cotidiano la verdadera revolución para así convertir lo cotidiano en arte, “como una mecánica popular de los sentidos”. 


Allí también se nos alertaba contra el utilitarismo reinante en nuestras culturas donde, como dirá Perec, “el hombre se esclaviza en la ansiedad de las cosas, progresivamente embrutecedora". Los contornos, los límites son siempre difusos…

Pero en esta muestra se nos proponía la opción de dignificar los conocimientos inútiles, de dar vuelta a lo grande para detenernos en lo pequeño, lo inútil, lo improductivo y en la pérdida de tiempo, que se constituyen, ahora, como una forma de resistencia en esta era del utilitarismo acérrimo en el que el que más tiene es el que ha ganado la carrera. Esto último cobra mayor sentido porque la carrera se produce en el contexto de sociedades profundamente desiguales y hay algunos que corren con mucha ventaja respecto a otros. 

Para desafiar este utilitarismo, el poeta español Tomás Sánchez Santiago, se pregunta sobre qué hacer con esos cajones llenos de objetos abandonados, desordenados “y dispares que ni se usan ni se desechan” y nos propone quedarnos con ellos como “un acto de rebeldía contra esa ley tajante de la mentalidad mercantil según la cual aquello que no se consume debe ser inmolado sin contemplaciones a fin de dejar sitio para nuevas adquisiciones. Frente a este orden, frente a esta dictadura de la utilidad están estos cajones llenos de objetos desordenados.” y seguirán estando, dirá. Esto es un golpe fuerte a la filosofía de Marie Kondo…que por cierto, ¡también es socióloga!

El estudio de asuntos inservibles tiene algo de liberador, explorarlos nos permite comprenderlos y comprendernos en esta indagación íntima que me he tomado muy en serio porque, como dice Audre Lorde “lo que no se explora permanece oculto”. 

Y también para así desmitificar lo cotidiano como rutinario, porque puede haber transformaciones o innovaciones que pasan desapercibidas ante nuestros ojos. Apropiarse de esta dualidad de lo cotidiano y reflexionar me parece un buen punto de partida hoy, aquí sentada en esta mesa, escribiendo.

Además, es un buen elemento a incorporar en mi kit de supervivencia, ese que tengo siempre a mano cuando me doy cuenta de que el mundo y yo tenemos bastantes roces, y que me sirve para reponerme y soñar, entre otras cosas. “Las palabras pueden construir casas”, escribió Erica Jong, en las que cuidamos el alma.

Mi kit está compartido, ya que me es necesaria la solidaridad y los cuidados, me es indispensable ‘un nosotras’. En él tengo esos libros indispensables, mi sentimenteca, mis libros de poesía, los de literatura preferiblemente escrita por mujeres (feministas), un herbolario, porque tengo ese hábito de andar recogiendo hojas por todos lados, unas cuantas canciones que se han ido constituyendo en la banda sonora de mi vida, una buena caminata por el bosque después de la llovizna primaveral… la lectura, como una herramienta de exploración de una misma, para así reconocer las fronteras que he tenido que atravesar. Es importante compartir mi kit con todas y con todos porque como escribió Leslie Jameson “todo lo que escribes acarrea la historia de otra gente, porque no hay ninguna vida que no sea una custodia compartida. Siempre compartes las experiencias.”


La exposición nos acogió con las reflexiones de la escritora feminista Sara Ahmed: “La felicidad puede ser el comienzo o el fin de una historia o puede ser aquello que interrumpe el relato de una vida, al llegar de un momento a otro, sólo para volver a irse. La felicidad puede ser todas estas cosas y al ser todas ellas, corre el riesgo de no ser ninguna.” 

Hoy quise abordar el “espíritu de las pequeñeces”, de todo lo que es raro y no tiene valor, de lo minúsculo.

Una vez me preguntaste

¿Tiene fin el cielo?

No, no tiene fin,

simplemente deja de ser una cosa

y comienza a ser otra.

Maggie Smith


martes, 16 de marzo de 2021

La calma y el sosiego necesarios, el miedo y los temores en estos tiempos

 


¿Sabes tú del miedo?

Alejandra Pizarnik 

Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com

En un encuentro universitario en Davos, en 1929, en un debate en el que participaban el joven y temperamental filósofo alemán Martin Heidegger y el viejo filósofo neokantiano Ernest Cassirer, un estudiante les preguntó sobre lo que la filosofía podía hacer contra el miedo, contra esa angustia que estrangula nuestra existencia frente a la muerte.

Luego de un momento de reflexión, el viejo Cassirer dijo que no tenía una respuesta filosófica y que solo podía contestar con una creencia: “creo que la filosofía tiene por función liberarnos de ese miedo poniendo de por medio la cultura. Nosotros debemos liberarnos del miedo para consagrarnos a existir de las mejores formas posibles.”

Contrariamente a Cassirer y muy en su línea, el joven Heidegger se posiciona claramente contra este argumento y dice que es absolutamente falso, que al miedo hay que abordarlo de frente y confrontar a la Nada que nos habita. Luego de afrontarlo, dirá, podremos encontrar la manera de hacer filosofía.

En el corazón de los Alpes suizos, Heidegger se encuentra como pez en el agua, esquía y camina en la montaña mientras el viejo Cassirer se encuentra en cama a causa de un resfriado. 

Según algunas interpretaciones, es en ese momento, en el que podremos comprender los caminos que cada uno de estos tomará posteriormente a la llegada de Hitler al poder, Heidegger integrará las filas del partido nazi y Cassirer deberá exiliarse y no regresará jamás a Alemania.

En este memorable encuentro filosófico, en el que dos tótems de la filosofía se enfrentaron ante un conocido y reputado público, nadie imaginaría que, como dice Alejandro Piscitelli, “se estaba incubando una de las torsiones del pensamiento contemporáneo que derraparía con fuerza una década más tarde cuando el nazismo llegase al poder.”

En estos momentos tan inhóspitos por los que atravesamos, esta disputa filosófica, así como la pregunta lanzada por ese estudiante a esos dos grandes filósofos, me parecen un interesante punto de partida para reflexionar sobre el miedo para así, dirá Michel Agier, situarlo en sus contextos, diferenciarlo y penetrar en los mundos imaginarios en los que se despliega, y así alertar sobre sus usos políticos, mediáticos y religiosos. 

El miedo no es ni bueno ni malo. Es una alerta frente a un riesgo. Sea negado, contestado o asumido, domina en nuestras sombras. Entonces me pregunto, ¿qué puede hacerse frente al miedo? ¿soy solo yo la que tiene miedo? ¿Hay miedos compartidos en un momento y en un lugar?

Alguien escribió que la crisis es una cosa buena si eres filósofo o sociólogo, aunque cuando se trata de abordar emociones, ambas disciplinas han preferido permanecer calladas. Por tanto, la pregunta de ese estudiante sigue presente en mis reflexiones: qué puede hacerse contra el miedo.

“No queda asidero ninguno. […] Sólo resta el puro existir en la conmoción de ese estar suspenso en que no hay nada donde agarrarse.” Heidegger

¿Se puede escribir sobre el miedo? ¿Es posible hacerlo sobre esa sensación que de golpe se apropia de tu persona y se desparrama por todos los rincones sin dejarte respirar? ¿Cómo escribir sobre los latidos desaforados del corazón y de la respiración agitada que no cesa de descontrolarse y del “terror del silencio de los espacios infinitos” (dice Pascal)? ¿Qué pasa cuando tu miedo es el de toda tu comunidad? ¿Qué relación tienen nuestras sociedades con el miedo, y de éste con la política?

Parece casi una tontería escribir sobre algo que todos conocemos de primera mano pero que todos hemos aprendido a ocultar. A esos miedos más íntimos, Agier les llama miedos existenciales individuales y universales. Son los más desiguales, puesto varían en función de la edad, de las condiciones sociales y de los lugares. Son los que todos tenemos en primer lugar: miedo a la muerte, a la enfermedad y a la violencia. 

“El miedo se detiene a un palmo del abismo”. Mario Benedetti

Para aclararme, lo primero que he hecho es ir al diccionario. Según éste, el miedo es la «perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario». En ambos aspectos, la amenaza excede la posibilidad del control de las personas implicadas. Como ya dije aquí, parece ser que no es ni bueno ni malo. A ustedes corresponde juzgarlo.

“Nada me calma ni sosiega: ni esta palabra inútil, ni esta pasión de amor, ni el espejo donde veo ya mi rostro muerto. Oídme bien, lo digo a gritos, tengo miedo.” María Mercedes Carranza

Revisando en su etimología, algo a lo que me he aficionado en estos últimos tiempos, encontré curiosamente que su origen latino, metus, tiene - ¡vaya qué coincidencia! - una raíz oscura pero existente desde los orígenes de nuestro idioma español.

Sin embargo, en su origen griego, el término usado para referirse al miedo es phobos, que como se imaginarán da origen a la palabra fobia. Phobos aparece por primera vez en la Ilíada, hijo de Ares y Afrodita, tenía un especial protagonismo en las batallas porque simbolizaba el reto individual de todo soldado para enfrentarse a sus temores. Curiosamente, los héroes griegos llevaban a phobos tallado en sus escudos.

Como emoción universal, desde épocas remotas, todos y todas lo hemos sentido, aunque la forma en que lo experimentamos varía según el tipo de sociedad y “de acuerdo a los marcos de significado mediante los cuales adquieren sentido”, dicen Margarita Olvera y Olga Sabido. Hoy sabemos que varía con las épocas y los contextos históricos, aunque nos sorprenda.

Lejos estamos de las batallas de la antigüedad y de la supervivencia en épocas lejanas y ya no nos aterrorizan las brujas y sus maldiciones. En la Edad Media europea, los cristianos temían a la muerte súbita pues impedía la confesión y extremaunción y con ello la imposibilidad de salvación del alma. La teología les ofrecía una explicación que lo hacía tolerable.

Es curioso esto de los miedos. Por un lado, aceptamos que una vida libre de miedos es imposible, porque forman parte de la naturaleza humana. Pero por el otro lado, en nuestra cultura no se pueden reconocer públicamente ni los miedos personales ni los colectivos, y eso que ahora están a la orden del día. Dice Jean Delumeau que, en nuestra época, “la palabra ’miedo’ está cargada de tanta vergüenza que la ocultamos”. 

Y aunque leyendo estas líneas no lo creas, en las actuales sociedades ‘de riesgo’, líquidas, corrosivas, frágiles, inseguras, inciertas en las que los individuos están librados a su suerte y totalmente desprotegidos por parte del Estado social, somos más frágiles ante el miedo que nuestros antepasados.

La sociedad del riesgo, de Richard Sennett, es un contexto fértil para la soledad de los miedos o, mejor dicho, para la privatización de los miedos. En este contexto, caracterizado por el hiper-individualismo y por la debilidad de los lazos o los vínculos sociales, en las que además irrumpe una pandemia, se produce un resquebrajamiento del tejido social que impacta aún más en la producción desbocada de miedos individuales y sociales. 

Foto:Chiquitectos

Y si a ello le agregamos “la sincronización de esta emoción a escala mundial”, en el que se tiene el mismo sentimiento de terror, al mismo tiempo y al mismo momento, dirá Paul Virilo, la situación se complica aún más y los peligros sobre el control de los cuerpos aumenta.

Y mi lista de miedos no deja de sorprenderme, y crece cada día más y su imaginación ha encontrado un suelo fértil donde desplegarse. Cuando empecé a escribir, solo quería apuntar algunas notas, en medio de esta explosión de miedos, para quizás consultar en momentos de extrema necesidad. Al final, quería darles una chance a los pobres miedos, no es su culpa ni tampoco la mía. 

Desde hace un año, vivimos en un mundo de ciencia ficción. Vivimos en un mundo en el que el miedo se ha extendido. ¿Qué hacemos con nuestras emociones? ¿Cómo abordar ese territorio desconocido? Leí una pequeñísima notita que me dejó pensando: ni obedecerlas ciegamente ni erradicarlas completamente. Se puede intentar comprenderlas. Y en eso estoy aquí intentándolo.

"Cuando el miedo me toma, yo invento una imagen". Goethe

Y llegada aquí vuelvo a retomar la pregunta inicial, ¿Qué podemos hacer contra el miedo? ¿Cómo podemos liberarnos de esa opresión? 

Los trabajos del antropólogo Michel Agier, nos abren interesantes puertas. Éste nos dice que el miedo está aquí, es íntimo, inmenso y cósmico pues nos muestra nuestra fragilidad en el mundo. Así, apoyándose en los trabajos de Mikhail Bakthine, propone volver hacia las formas en que las culturas populares han afrontado el miedo para exorcizarlo y superarlo. 

Y, como buen antropólogo, nos propone una figura simbólica, un artefacto imaginario del ridículo: el espantapájaros, ese objeto (y otros) con los que nos apropiamos del miedo y que, al mismo tiempo, encarnan el miedo. Se trata, en última instancia, de ridiculizarlo. 

No obstante hay ocasiones, que se abren de improviso, y allí miedo y coraje, son franjas de lo mismo. Benedetti

La risa y lo grotesco han mostrado una importante función social, así como el carnaval, por qué no hacerlo también con el miedo. Han demostrado, además, que pueden ser formas alternativas que nos permitirán interrogarnos sobre la función social del miedo.

¿Qué hacemos con el miedo? Lo convertimos en objeto de reflexión, lo desmenuzamos, para así frente a la parálisis encontrar la fuerza necesaria para enfrentarlo. 

Por ello, me sumo a la idea de Agier y propongo construir espantapájaros de todo tipo. Con este objetivo exorcizante, me parece necesario salir de los canales de propulsión mediática del miedo, luchar contra el aislamiento, reestablecer los lazos con los otros, reflexionar….y seguir reflexionando para buscar formas alternativas que me permitan transformar el miedo y desarmar sus usos. 

¿Cómo transformar el miedo en arte, hacer alquimia, crear algo bueno, ayudar a los otros y a mí misma? El nosotros nos permite trabajar sobre la pregunta realizada por ese estudiante: ¿qué hacemos con el miedo?

Si toda vida es referencia a nuestra vida, 

espero dejar una palabra, que ampare a alguien, 

en estas tardes inhóspitas de recuerdos. 

Juana Bignozzi