domingo, 11 de diciembre de 2022

De Virginia a Virginia - Tamara Kamenszain y Erin Elkin - Joanna Russ e Irene Chikiar Bauer

 



La verdad es que no se puede escribir 
directamente acerca del alma.
Al mirarla se desvanece.
Virginia Woolf


Querida Virginia,

Quería escribirte esta carta imaginaria que no saldrá de aquí y no llegará a ningún lado, pero que igual me apetecía escribirla. De Virginia a Virginia. Sólo compartimos nombre. Y no te creas que el mío se inspiró en el tuyo. Nada más lejos de la realidad.

Pero la escritura me permite ciertas libertades, y una de ellas es la de imaginar que quizás mi nombre se inspiró en el tuyo, aunque no sea así. Treinta años separan tu muerte de mi nacimiento, y distancias geográficas, lingüísticas, sociales, económicas, culturales e históricas. Solo nos unen nuestros nombres, y cierta pasión por la lectura y por caminar.

Siempre me llamó la atención el origen etimológico de nuestro nombre Virginia. Viene del latín virginius, relativo a la virgen, doncella, mujer virgen, virginal. Por si no ha quedado aclarado en otras entradas, vengo de una familia empedernidamente agnóstica. 

En la casa de mis padres, no se cree en nada. No hay una querida tía que se llamara así, ni lo he heredado de una abuela. A ello le sumamos que el mío no es un nombre común. Por lo tanto, cada vez que pregunto de dónde vino mi nombre, no hay ninguna respuesta razonable al respecto. 

Los libros de Virginia pasaron por mis manos, y siguen pasando, y por alguna razón que aún desconozco, no he podido soltarlos. Dice Tamara Kamenszain que, esos libros, son como una historia de amor extendida en el tiempo, con sus idas y vueltas, sus momentos de revisión y de ajustes, pero siempre sostenida por el afecto.

A Virginia Woolf le gustaba caminar. En Flâneuse, Erin Elkin, nos desvela esta pasión de la escritora inglesa. Tiene un ritual, y cada día, toma su dosis de caminata que llama su ‘concierto semanal’. 

Caminar por la gran ciudad, por Londres, representa no solo la conquista de la independencia y con ello de su metamorfosis, sino que, además, es una fuente de inspiración continua que alimenta su escritura. 

Las calles le dan todo lo que necesita y así reescribe escenas y encuentra inspiración. Virginia dialoga con la ciudad centrándose, especialmente, en las mujeres que la recorren.

Recordemos entonces, escribe Woolf, algún suceso que nos haya dejado una impresión nítida: cómo pasamos junto a dos personas que hablaban en la esquina de la calle, tal vez. Un árbol se agitaba, una luz eléctrica bailaba. El tono de la conversación era cómico, pero también trágico; una visión completa, una concepción íntegra, parecía contenida en aquel momento.

I. Caminan las mujeres

Virginia Woolf ha reflexionado mucho sobre la relación de las mujeres y la ciudad. En 1927, escribe su libro Street Haunting, en el que la narradora atraviesa Londres a pie y escribe lo que observa. Atravesar una ciudad a pie para una mujer no es lo mismo que para un varón, y más aún en esas épocas. A las mujeres nos ha llevado, y nos lleva, mucho tiempo conquistar el espacio público y Woolf deja constancia de esto.

Y no solo de ello, sino también de los efectos que produce esta caminata sobre la percepción que la autora tiene sobre sí misma y sobre los otros:


"Hay que registrar todas esas vidas infinitamente oscuras dije, dirigiéndome a Mary Carmichael como si estuviera presente […] y seguí recorriendo con la imaginación las calles de Londres, sintiendo en el pensamiento, la presión de la mudez, la acumulación de vidas ignoradas, ya de mujeres en las esquinas con los brazos en jarras o de las vendedoras de violetas […] o de muchachas a la deriva. […] Y en cuanto a la muchacha del mostrador yo preferiría tener su verdadera historia a la vida número ciento cincuenta de Napoleón".

 

Ella, que ha creado a la más grande caminante de la literatura, Mrs Dalloway, escribió que la escritura es un medio para atravesar los límites y ha instado a las mujeres a salir del espacio doméstico y a escribir, lo que sea, pero a escribir: "espero que ustedes adquirirán bastante dinero para haraganear y viajar, para considerar el porvenir o el pasado del mundo, para soñar sobre los libros y demorarse en las esquinas y dejar que la línea del pensamiento se sumerja hondo en el río". 

Voy a decepcionarte Virginia, porque no hemos conseguido el dinero suficiente para escribir y porque seguimos arañando la dignidad.



II. Un cuarto propio

En Una cuarto propio, texto precursor del feminismo, divertido y ocurrente, que leí por primera vez en los albores de mi adolescencia,  Virginia se dirige a los lectores preguntándose que qué tiene que ver un cuarto propio con las mujeres y la novela.

En sus páginas, desarrollará una argumentación que se sostiene sobre tres elementos indispensables, según ella, para que las mujeres escriban: tiempo libre, dinero y un cuarto para ellas.

Igualmente, me parece importante hacer una acotación al respecto. Muchas mujeres no tienen un cuarto propio, ese espacio privado en el cual la vida doméstica queda fuera y se es capaz de crear sin interrupciones. Algunas se lo construyen imaginariamente. Un cuarto propio es también una metáfora, es ese espacio físico, o no, donde te dedicas a tu pasión, sin interrupciones (de ser posible).

Y respecto a esas 500 libras al año... aún peleamos por salarios dignos, Virginia. Las mujeres han sido siempre pobres, escribe, no solo por doscientos años, sino desde el principio del tiempo. Por ello, he insistido tanto en la necesidad de tener dinero y un cuarto propio. […] Porque ya hemos concebido y criado y lavado y enseñado.

III. Que escriban las mujeres

De Virginia Woolf, heredé mi gusto por Jane Austen, las Brönte, Elizabeth Gaskell y todas las primeras mujeres que se lanzaron a la escritura y que fueron encasilladas bajo la categoría de novela sentimental. 

Con ella aprendí que la literatura escrita por mujeres no era producto del azar o de una iluminada, sino que una tradición literaria, históricamente silenciada, se había desarrollado a pesar de todas las restricciones, de la falta de recursos, de las interrupciones, de la falta de tiempo y de modelos. 

Como ya he escrito aquí, me gusta leer a mujeres. Cada vez me gusta más. Porque, como escribió Joanna Russ, me niego a seguir alimentando la invisibilidad social de la experiencia de las mujeres. De ahí su importancia. 

De Virginia tomé prestada una mirada reflexiva sobre la condición de las mujeres y sobre el feminismo, aunque las feministas no se ponen de acuerdo acerca de su feminismo. Ni muy muy ni tan tan, dicen.

Y eso también me gusta. Hay que evitar ser la feminista perfecta. Así, de personalidad compleja y difícil de situar, escribe Irene Chikiar Bauer en su magnífico Virginia Woolf: "la vida por escrito, durante su vida superó los obstáculos que se le presentaron con la inquebrantable decisión de ser leal a sí misma y con el convencimiento de que la literatura era esencial, ya que veía en ella la posibilidad de arrancarle sus secretos a la vida".

"A través de sus libros, que leí por primera vez a mis 13 o 14 años, Virginia me abrió gentilmente la puerta a un camino que me permitiría construir unas rudimentarias herramientas de supervivencia, para entender las razones en mí y fuera de mí", escribe Annie Ernaux. 

Las mujeres tejen redes, conexiones. Y ella, podría decirse que se convirtió en una especie de hermana mayor.



Mientras me deslizaba por la lectura, en su ¿Cómo leer un libro?, Virginia me dio un magnífico consejo que no es un consejo y que guardo como un tesoro:  

"El único consejo sobre la lectura que puede dar una persona a otra es que no acepte consejos, que siga sus propios instintos, que use su propia razón, que saque sus propias conclusiones. […] La cualidad más importante que puede poseer el lector es la independencia. […] Aceptar autoridades en nuestra biblioteca y permitirles que nos digan cómo leer, qué leer y el valor que hemos de dar a lo que leemos, es destruir el espíritu de libertad que se respira en esos santuarios".

"Leo a aquellas que me hablan a mí y a todas las mujeres y que me muestran que es posible", dice Joanna Russ, romper con el mandato de no-ser-creadora. Y armo, rudimentariamente, una pensamiento propio nutrido de mis lecturas.

Pero ¿quien lee para llegar a un fin, por deseable que sea? ¿No hay algunos pasatiempos que practicamos porque son agradables por sí mismos? Yo al menos he soñado a veces que cuando llegue el juicio final y los grandes conquistadores, jurisconsultos y estadistas acudan a recibir sus recompensas el todopoderoso se volverá a Pedro y le dirá, no sin cierta envidia al vernos llegar con nuestros libros bajo el brazo: "Mira, éstos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Han amado la lectura".

Por último, como Virginia, también me he hecho la pregunta que ella se ha hecho: ¿soy una snob? En este pequeño, y muy divertido librito (que recomiendo), la escritora reconoce padecer esa enfermedad, la del esnobismo y se pregunta cómo y cuándo la he contraído. 

La esencia del esnobismo es la voluntad de impresionar a los demás. El snob es una criatura de mentalidad revoloteadora e inestable, tan escasamente insatisfecha de su condición que está siempre alardeando públicamente para que los otros crean que es una persona importante. 

Virginia dice reconocer en su carácter estos síntomas. Y agrega que se siente más preocupada por su aspecto que por su reputación como escritora. Entonces, ¿es o no es una snob?

Dice la escritora Tamara Kamenszain que existe una historia de la lectura personal e íntima. Qué libros leíste, cuándo los leíste, por qué los leíste y qué te generaron para que de las páginas de esos libros hayan nacido páginas propias. La escritora argentina nos habla de ese hilvanado en el que lectura y vida se vuelven una.

He intentado contar aquí, cómo los libros de Virginia se han ido entrelazando con mi vida, qué caminos me han mostrado y qué ideas me han prestado. Llegaron en diferentes momentos de mi vida. Desde tiempos y lugares lejanos, sus ideas se fueron extendiendo hasta alcanzarme, y fueron encontrando eco en mis inquietudes a medida que iba creciendo. Llegaron, sin proponérselo, en el momento justo.

Le tengo un cariño especial a Virginia Woolf, aunque la imagino como una persona sensible y divertida, también distante e infantil, obsesionada por ser un genio de la literatura u atormentada por el síndrome de la impostora. 

No debe de haber sido fácil convivir con sus problemas mentales y su obsesión por el suicidio. Pero nos ha dejado libros memorables de los que no he escrito aquí como Las olas, Orlando, Mr Daloway o El faro. Este escrito ha sido sobre una antojadiza selección que he hecho. Es la mía. ¿Cuáles son tus libros? 

"Mi único derecho a mi propia gratitud es ese, que en cuanto noto una cadena, me la quito; […] creo que he sido una luchadora a mi manera, quizás no tan valiente como Nessa, pero tenaz también y atrevida".


Virginia Baudino - virbaudino@gmail.com


miércoles, 9 de noviembre de 2022

Dónde comienza y dónde termina un bosque - Gary Snyder y Eduardo Kohn, David Kopenawa y Aliènor Bertrand.

 


Ah, estar vivo
en una mañana a mediados de septiembre
cruzando un arroyo
descalzo, con los pantalones subidos.
El brillo del sol, hielo en el agua poco profunda.
Las piedras se dan la vuelta bajo mis pies,
pequeñas y duras como mis dedos
cantando dentro
música del arroyo, música del corazón.
Gary Snyder

Virginia Baudino - virginiabaudino@hotmail.com

Comenzó el otoño, y el bosque tardó en colorearse. La sequía del agotador verano duró mucho más que un agosto. En septiembre, el aire se humidificó, pero las lluvias se hicieron esperar. Las temperaturas, mucho más cálidas de los habitual permitieron al bosque, y a mi sediento jardín, revivir. Así, octubre fue pasando discretamente y llegó noviembre.

Como si de un nuevo vestuario se tratara, el bosque se volvió a vestir de verde, y mi jardín se coloreó. Mis esqueléticas capuccines, a las que ya daba por perdidas, me sorprendieron explotando y trepando y creciendo. Sus ínfimas hojas, de golpe crecieron hasta tomar el tamaño de mis manos y más grandes aún. Y yo decidí dejarlas desperezarse a su antojo. Todos necesitamos sacarnos de encima el intenso verano que todo lo invadió, aunque presumo que mi vecino no debe estar muy contento con la invasión desmesurada de mis capuccines.

El bosque también me sorprendió. Se desperezó. Cambió de colores. Cierto, los otoñales hicieron acto de presencia, pero los del verano pre-sequía, volvieron con todo. El olor, su olor, se volvió potente. Y los pájaros decidieron homenajear esta tregua climática. Los hongos, puntuales como siempre, abandonaron su discreción y todo lo coparon.

Y con los hongos, las personas. Así, un día pusieron un cartelito: no se puede recoger más de 2kg de champignons por día y por persona. Así de generoso es mi bosquecito.

Chateaubriand escribió que los bosques son nuestros primeros templos de la divinidad. De ellos, los seres humanos aprendimos la arquitectura. Los cristianos, no sólo se lanzaron a plantar árboles, sino que además quisieron imitar sus murmullos, que tienen forma de vientos y truenos, en los órganos de bronce. 

Pero no sólo intentaron reproducir sus sonidos, sino también se propusieron reproducir sus olores, la oscuridad del santuario, las tenebrosas alas oscuras, los pasajes secretos, las puertas pequeñas y los laberintos.

Mi papá plantó tres árboles en la entrada de casa: uno para cada uno de sus hijos. A mí me tocó un precioso abedul al que, al principio, yo pasaba en altura. Como una especie de tradición, todos los años me medía con él. Y un día dejé se ser yo la más alta. 

"Ciertos árboles", escribe Alain Corbin, - y ciertos libros, agrego yo -"acompañan nuestra vida desde el nacimiento hasta la muerte".

Esa discreta majestuosidad
en la azulada noche
de helada neblina, el cielo brilla
con la luna
las copas de los pinos
se vencen azul nieve, desaparecen
entre cielo, escarcha, estrellas.
Qué sabemos.
Gary Snyder

Existe una especie de majestuosidad en el árbol. Puede que así nos parezca porque representa una especie de puente cósmico entre la tierra y el cielo. Pero lo que más nos impresiona es su increíble longevidad: son los portavoces de la inmortalidad. Y al hacerlo, nos hacen conscientes de nuestra propia finitud.

Llevan sobre sí mismos, un tiempo y una memoria que excede nuestra existencia efímera. Representan, también, un puente hacia el pasado. 



Si caminaste en un bosque, poco importa si grande o pequeño, has escuchado su tenue murmullo. Tienen una voz, una música hecha por el viento que sigilosamente se cuela en nuestros oídos. Y mientras lo hacen, también se comunican entre ellos.

La naturaleza, con su infinita generosidad, es un antídoto para contrarrestar los desánimos. Algunos árboles nos protegen y amparan, nos dan paz.

Ningún viaje es el mismo. Atravesamos un bosque que puede ser caluroso con sus hayas u opresivo y melancólico con sus pinos. Entramos y salimos por caminos invisibles que nos conducen más allá de los senderos. Cada uno tiene su método, cada uno tiene su camino, en el bosque como en el pensamiento. El camino de los árboles es infinito.

Este otoño suave, ha traído con las primeras lluvias los hongos. ¿Quién mejor que un árbol sabe lo que significa cohabitar? Él compone con aquello que lo rodea: transforma la atmósfera, juega con la luz, dialoga con el sol, se comunica con los discretos champignons, intercambia con los insectos, acoge a los pájaros. 

Es un ser vivo convivial, un símbolo de colaboración. ¿Puede inspirarnos sobre nuevas formas de cooperación y organización?

Ese húmedo aliento, esa lluvia perpetua

David Kopenawa, chamán y portavoz de los indígenas Yanomami de la amazonia brasileña, dice: "la tierra del bosque posee un aliento vital, Wixia, que es muy largo. El de los seres humanos es corto: vivimos y morimos rápido. Si no lo talamos, el bosque nunca muere. No se descompone. Gracias a su húmedo aliento, las plantas crecen. [….] Ustedes no perciben su aliento, pero el bosque respira"

Kopenawa nos exhorta a poner en duda nuestra concepción antropocentrista y utilitarista de la naturaleza, y nos invoca a integrarla a nuestra vida, a convivir, a cohabitar, a trascender la escisión naturaleza-cultura y a redefinir la coexistencia entre los pueblos de la tierra, humanos o no humanos. Debemos darnos el tiempo de escuchar al otro.

Pensamiento vivo, pensamiento silvestre

El antropólogo Eduardo Kohn, ha escrito Cómo piensan los bosques, dedicado al pueblo Runa de la amazonia ecuatoriana.

En este trabajo, Kohn sostiene que los bosques piensan y que toda entidad que se comunica a través de signos puede ser considerada como un ‘ser’. Según este argumento, todos los seres humanos y no humanos piensan y aprenden. 

El pensamiento silvestre, argumenta, no pertenece exclusivamente a los seres humanos, sino que es una forma de pensamiento que nosotros, los humanos, compartimos con todos los seres vivos.

El bosque forma un entrelazado complejo y cacofónico, expansivo, de pensamientos vivos, crecientes y mutuamente constitutivos, escribe.

Pensar como un bosque nos invita a descubrir y explorar otras formas de cohabitación. Como las de los bosques-jardines, en los que no se separan los espacios y en los que se reconoce una suerte de agencia de los seres no humanos. 

Los Runa viven en ese entorno, se esfuerzan por traducir ese lenguaje para adaptar sus prácticas. Una gran parte de sus acciones, nos cuenta Kohn, se orientan a la comunicación con los otros seres de ese mundo.

Esta forma de pensamiento, que todos los seres vivos poseen, se manifiesta en los bosques o selvas como la Amazonia. Somos seres silvestres porque somos seres vivos, escribe. No podemos perder el pensamiento viviente, pero lo que sí podemos perder, nos alerta el antropólogo canadiense, son los espacios donde este pensamiento prospera y prolifera.

En la selva, nosotros no podemos dejar de pensar como un bosque. Esto puede guiarnos, inspirarnos, en una época en la que estamos perdiendo el sentido de este pensamiento silvestre convirtiéndonos en espíritus demasiado humanos.

El filósofo Aliènor Bertrand escribió que, en muchas de las culturas animistas, la afirmación del principio de comunicación con las plantas es un elemento esencial de la co-habitación con el mundo vegetal. 

Pero la colonización todo lo arrasa y cambiará la vida de los pueblos indígenas. Los estados coloniales, especialmente europeos, multiplicaron – y multiplican - las herramientas técnicas, jurídicas y políticas para apropiarse de estos territorios que pertenecen a los pueblos originarios. 



No solo los estados coloniales, los propios estados nacionales – en connivencia con los grandes terratenientes y empresas privadas, han arrasado con las tierras de estos pueblos y con ello todas unas formas de vivir y relacionarse con el entorno. Y nunca les es suficiente.

Una sinfonía

Como los músicos de una orquesta, en el bosque, las plantas, los árboles, los champignons y los animales coexisten y componen toda una biodiversidad resiliente. Con la circulación del agua, del nitrógeno y del dióxido de carbono, estos organismos se acuerdan en una verdadera sinfonía, escribe Suzanne Simard.

¿Existe un jefe (o jefa) de orquesta? Si, los árboles-madres, aquellos árboles de una gran madurez y de una gran talla. Son como el nudo celular del bosque y guían la orquesta, pero no la dirigen. Ellos facilitan la armonía, incorporando elementos vitales en el ecosistema. Estos árboles ancestrales, unen el bosque

Según Simard, los árboles-madres reconocen su descendencia y las de otras familias. Toman decisiones, cooperan, aprenden y recuerdan. Los árboles-madres envían más nutrientes a los miembros de su familia, transmiten su sabiduría y se ocupan del bienestar de su descendencia. Hay rivalidades, seguramente. Pero esto no les impide cooperar por su bienestar y el del grupo.

Simard va aún más lejos al escribir que nuestras sociedades modernas se fundan sobre el principio de una diferencia radical entre los árboles y nosotros. Pero, "como los árboles, nosotros somos criaturas sociales. […] Los bosques ofrecen la imagen de una sociedad regenerativa de la que nosotros podemos aprender mucho. Mis trabajos no van en la dirección de aprender a salvar a los árboles sino a enseñarnos cómo los árboles podrían salvarnos".

No soy una persona con una gran espiritualidad. Podría decir sin mucho orgullo que mi espiritualidad está fuera de servicio. El cartesianismo ha hecho mucho en mí, en este sentido. Ando buscando esa espiritualidad que en algún momento se me perdió. No creo en dioses ni en astros, lo cual puede ser un problema frente a los titubeos de la vida.

Curiosamente, caminar en los bosques ha representado, para mí, una especie de rudimentario aprendizaje de espiritualidad, si es que se aprende.

Según Kohn, la época nos exige restablecer la comunicación mágica que el monoteísmo ha roto.

No puedo, ni quiero, convertirme en Runa, Yanomami o en chamán. Lo más que llega mi pensamiento silvestre es a hablarle a las plantas y a los árboles. Hace algunos años, si una persona le hablaba a las plantas estaba loca, decían. 

Este tipo de pensamiento silvestre, es muy atractivo y hasta útil, pero también hay que tener cuidado. Como sujeto perteneciente a la cultura occidental, me es casi imposible poder situar en condición de igualdad, en tanto que seres vivos y pensantes, a las piedras. Porque, como dice la canción de Serrat, "Puestos a escoger, soy partidario de las voces de la calle más que del diccionario […] / Prefiero los caminos a las fronteras/ Y una mariposa al Rockefeller Center/ Y al farero de Capdepera/ al vigía de occidente". 

En lo que a mi búsqueda de la espiritualidad concierne, el pensamiento silvestre puede ser de una gran ayuda porque me hace tomar consciencia de las conexiones entre los seres vivos más que en las diferencias. Y, al mismo tiempo, porque me permite construir lazos con ese universo. Separarnos del mundo, desconectados de todas las repercusiones ecológicas de nuestras acciones, tiene consecuencias desastrosas, como vamos experimentando.

Pero mi construcción social me impone ciertos límites – y mis miedos también. Yo soy la extranjera.

¿Dónde comienza y dónde termina un bosque?

El siglo que viene
o el siguiente,
dicen,
habrá valles, pastos,
nos podemos encontrar allí en paz
si llegamos.
Para subir estas cumbres venideras
Una palabra para ti, para
ti y tus hijos:
estad juntos
aprended las flores
id ligeros.
Gary Snyder

miércoles, 7 de septiembre de 2022

Caminar la vida, escuchar nuestra amable voz interior - David Le Breton y David Foster Wallace. Alain Corbain y Helène Lovensbruck




 Respeta cualquier dolor que traigas de vuelta
de tus sueños
pero no busques dioses nuevos
en el mar
ni en parte alguna del arcoíris.
Cada vez que ames
ama profundamente
como si fuese
para siempre
sólo que nada 
es eterno.
Audre Lorde

Virginia Baudino virbaudino@hotmail.com

Han pasado casi dos meses desde la última vez que escribí. Me siento otra vez frente a esta computadora que está bastante vieja, casi casi al borde del deceso. Pero es en esta máquina cuasi agonizante en la que solo puedo escribir. ¿Quiere esto decir que yo vivo en el pasado?

Cuando la enciendo, ella se toma su tiempo, como si poco a poco fuera desperezándose. Salen unos recurrentes mensajes: ‘tiene poco espacio’ o ‘hay nuevas actualizaciones’. Suelo procastinar con los deberes computacionales y así voy pulsando el ‘recordármelo más tarde’. 

Siempre me digo que un día no va a arrancar y entonces ¿qué haré yo? La necesito. No quiero otra más nueva, ni más rápida, ni con más espacio y nuevas actualizaciones.

Yo la quiero a ella, aunque en el fondo de mí sé que en cuanto una nueva caiga en mis manos, mi lealtad cambiará rápidamente. Pero hoy, lanzo algunos deseos al aire y pienso fuerte para que siga acompañándome en este camino. ¿Qué secretos de mí guarda en su memoria?

El intenso agosto ha pasado y este calor inusual, largo, larguísimo, parece no tener fin. Sin embargo, caminando en el bosque, he comenzado a percibir los signos del cansancio estival. Maribel me ha dicho que los españoles tienen una palabra para esto: agostado. Define perfectamente la vegetación del final del verano a la que le falta un riego, el de agosto.

Así pues, el bosque aquí está agostado. Y puede que yo también. Es curioso el verano. Por un lado, es el momento obligado del reposo, y por el otro, es el de la diversión obligatoria. 

¿Qué pasa cuando tu manera de vivir el verano contradice los presupuestos de diversión dominantes? La llegada del verano me llena de contradicciones. La primera es la de la imposición casi ineludible de la felicidad absoluta. La segunda, para asegurar esta meta inalcanzable, la diversión es la puerta asegurada. Y por supuesto, viajar desaforadamente. Te tiene que encantar el calor inaudito, y la alegría generalizada que de golpe se apodera de la gente.

Así, se supone que la vida debe pararse y nos debemos consagrar a unas formas de diversión que me dejan absolutamente asombrada. Aún no logro entender esa especie de alegría artificial desaforada que se impone por todos lados. ¿Eso es alegría? ¿Qué es la diversión?

David Foster Wallace escribió un magnífico libro cuyo título me viene al pelo aquí: Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer. En este libro, el autor, describe con muchísimos detalles un viaje en un crucero de lujo por el caribe que tuvo que realizar para una muy pequeña revista. Un viaje en el que de por sí, la diversión -se supone - está asegurada.

"He visto playas de sacarosa y aguas de un azul muy brillante. He visto un traje informal completamente rojo con solapas evasé. He notado el olor de la loción bronceadora extendida sobre diez mil kilos de carne caliente. Me han llamado <<colega>> en tres países distintos. He visto a quinientos americanos pijos bailar el Electric Slide. He visto atardeceres que parecían manipulados por ordenador y una luna tropical que parecía más una especie de limón obscenamente grande y suspendido que la vieja luna de piedra a la que estoy acostumbrado. He bailado (muy brevemente) la conga. […]."



Aquí está la cosa. Unas vacaciones son un respiro de todo lo desagradable, y dado que la conciencia de la muerte y la decadencia son desagradables, parece extraño que la fantasía suprema de vacaciones de los americanos consista en ser plantificados en medio de una enorme máquina primordial. Pero en un crucero de lujo, somos hábilmente involucrados en la construcción de diversas fantasías de triunfo que giran alrededor de la muerte y la podredumbre. Un método para triunfar pasa por los rigores de la mejora personal; y el mantenimiento anfetamínico que llevaba a cabo su tripulación en un equivalente poco sutil del acicalamiento personal: dieta, ejercicio, suplementos de megavitaminas, cirugía plástica, seminarios de gestión del tiempo, etcétera.

Si después de leerlo te quedan ganas de subir a un crucero de lujo por el caribe, te felicito. Foster Wallace es capaz de atacar cualquier tópico y desmenuzarlo hasta el hartazgo. A veces va demasiado al fondo del asunto, pero siempre suele provocarnos una carcajada. No le escapa al bulto, y en sus relatos, él no queda afuera del escrutinio. Ácido, despelleja al americano medio y su gusto chabacano. ¿Qué tendremos que decir de las hordas de gente arrasando con todo?

Me quedo más tranquila, empiezo a respirar, sobrevivo al calor y evito que se me fría el cerebro. ¿Lo evito? A veces no lo consigo, pero me aboco a ello como una tarea titánica: sobrevivir al verano. 

"Confieso que nunca he entendido porqué tanta gente cree que para divertirse hay que ponerse chanclas y gafas de sol y arrastrarse por carreteras donde el tráfico es enloquecedor hasta lugares turísticos abarrotados y calurosos a fin de paladear un <<sabor local>> que por definición queda estropeado por la presencia de turistas. […] Ser un turista de masas, para mí, equivale a convertirse en un puro americano de los tiempos que corren: foráneo, ignorante, codicioso de algo que nunca se puede tener y decepcionado de una forma que nunca se puede admitir. Implica estropear la misma cosa no estropeada que uno ha ido a experimentar. […] Implica, en las colas y en los atascos y en las transacciones sin fin, afrontar una dimensión de uno mismo que resulta tan ineludible como dolorosa". Hablemos de Langostas.

¿Hay un motivo más interesante que la confusión y la extrañeza para escribir? Si, que te paguen por hacerlo.


I. Caminar

Recuerda que nuestro sol
no es la estrella más destacada
sino la más cercana.
Audre Lorde


¿Qué sabemos del poder misterioso de nuestro cuerpo? Un poder que es una incógnita y que se reserva inaccesible para nuestro espíritu. ¿Qué dice nuestro cuerpo de nosotros mismos? 

Aunque no hayamos aún aprendido a descifrar las señales que nos envía, sabemos que es inteligente y que dice mucho de nosotros, de nuestro pasado, de nuestros deseos, de nuestros miedos, de nuestras alegrías y de nuestro cansancio.

Caminar es una manera de hacer acto de presencia activa en el mundo, de consciencia. Caminar la vida es el último libro del sociólogo David Le Breton que, este agosto, ha caído en mis manos.

Contra la tendencia a la inmovilidad y el sedentarismo que se impone en nuestras sociedades, caminar nos pone en contacto con nosotros mismos y con nuestra existencia, argumenta. Dime cómo caminas, y te diré cómo eres.

Le Breton escribe que, el caminante redescubre su cuerpo, y rompe con las exigencias de eficiencia, competencia y performance. La caminata no es un deber, es un juego, en el que la naturaleza es una compañera amable que nos acompaña sin esfuerzo. Y es muy económico, no da estatus, no te hace más cool.

"En nuestras sociedades materialistas, la caminata nos sumerge en nosotros mismos, impone una ruptura con los problemas cotidianos, reconcilia la vida contemplativa con el movimiento físico, el pensamiento con el esfuerzo, la interioridad con los problemas que sobrevuelan el terreno, la atención al medio ambiente y a los otros. […] En un mundo utilitarista donde todo debe servir, ella recupera la pasión por lo inútil", escribe.

Los senderos son lugares raros en los que las diferencias sociales, culturales, económicas o generacionales no impiden los encuentros y los intercambios. Caminar es existir. Existere. Y yo me aboco a la ardua tarea de volver a caminar.



II. ¿Llueve?

Ojalá que nunca deba
nada que no pueda devolver.
Audre Lorde

¿Cómo se percibía la lluvia en el siglo XIX? El sociólogo francés, Alain Corbain, nos habla de un fenómeno que todos creemos muy trivial. Cuántas veces te pasó que en el silencio que se impone en el ascensor no te queda más que responder a la cuestión climática: - ¡qué calor que hace este verano! o – parece que va a llover toda la semana.

Corbain, para salvarnos de análisis más profundos sobre la necesidad de las personas de hablar en un ascensor con desconocidos, y especialmente sobre el clima, investiga, sobre la metéo-sensibilidad. El autor se ha consagrado a una suerte de historia de las sensibilidades. ¡Qué curioso! A más de uno, y de una, le vendría bien explorar su sensibilidad y la de los otros….

Una amiga me preguntó que cómo me llevaba con los días de lluvia. A ella, le encantan. Fantasea con quedarse en la cama y leer. Yo le dije que depende mucho del humor de ese día. Hay días lluviosos que me encantan y otros que son un engorro. Quisiera ser capaz de quedarme en la cama, leyendo, mientras una incipiente lluvia otoñal lo cubre todo. Pero ya ves, quisiera…

La meteo-sensibilidad se ocupa de descifrar las correspondencias entre el humor -el estado del alma- y el estado del cielo. Algo que Jean Jacques Rousseau llamó el barómetro del alma. Tu día puede estar condicionado si hay sol o llueve. A veces, un tornado o una tormenta nos vendrían muy bien.

Pensando en la alegría impuesta, en recuperar el cuerpo para caminar y en descifrar la sensibilidad asociada a la meteorología (¡no se rían!), me he dado cuenta de la dispersión que se ha apoderado de mis inquietudes. O mejor dicho, una mayor dispersión que la habitual. 

He intentado que este escrito quede más redondito, pero nada he podido hacer para conseguirlo, sólo escribir: bienvenida dispersión. Esta mirada que se entromete en todo, sólo transmite dudas sobre este andar a ciegas.

Y mientras lo escribo, me topo con las reflexiones de Helène Lovensbruck sobre todas las formas que tiene nuestra voz interior. ¿Es la mía que nunca se calla? A veces, esta voz interior, es intencional otras, es espontánea. Algunas, se parece a un diálogo amable, otras a un monólogo. La mía es rebelde, hace lo que quiere. Y otra vez, me he ido por las ramas. 

Delinear con fragmentos, algunos superpuestos, otros opuestos y otros que se rechazan. Palabras que se escabullen, otras que esperan, y otras que irrumpen con irreverencia, impacientes. A veces, hay que pasar por las historias de otros para llegar a la de una.


Hay algo muy sutil y muy hondo
en volver a mirar el camino andado…
El camino donde sin dejar huella
se dejó la vida entera.
Dulce María Loynaz






martes, 28 de junio de 2022

Una victoria sobre nosotros mismos - Marion Muller-Colard y María Teresa León, Claire Marin y Henri Michaux

 


No temas dejarme sola,
estoy acostumbrada
a desprenderme
de cosas que imagino
haber amado.
Emily Dickinson

Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com 

I. Cómplice

Dicen que esta parte que llevamos tan orgullosamente, pesa entre cuatro y cinco kilos. Se sostiene gracias a su proporcionalidad y, obviamente, a su peso y a todo un entramado de tejidos blandos que se contraen y se extienden. Yo creo que somos bellos, armoniosos y me pregunto cómo es que llegamos a ser así, tan lindos. 

Es cierto que podríamos tener más aparatos visores, o más orificios, pero con cinco parece que es suficiente. Y la verdad, seguro que si tuviéramos más también me encantaría, al fin de cuentas, es el envoltorio con el que hemos venido.

En otras galaxias probablemente no piensen lo mismo que yo sobre nuestra especie. Si nos miramos como extraterrestres, eso de estar recubiertos por esa dermis impermeable que regula nuestra temperatura no tiene por qué resultarle estéticamente atractivo a otros. Y esos pelillos….

También tenemos nuestras extremidades con sus diversas puntas, dicen que varias, pero las suficientes. ¡Cómo es que podemos ser tan perfectamente perfectos! Podemos detectar a otros por los olores que emiten, o por los ruidos que hacen. 

Podemos comunicarnos a través de complejos símbolos que hemos ido creando a lo largo del tiempo. Es cierto, ingerimos a otras especies, las pobres. Pero nos sirven para mantenernos con vida…aunque nos hemos pasado un poco. 

Soy lo que se dice, un miembro de la especie que se hace preguntas. Eso no gusta mucho a los otros miembros. Me gusta pensar en si hacemos lo que tenemos que hacer, o lo que debemos hacer, o lo que podríamos hacer. También, ando pensando en qué es lo que vinimos a hacer acá, entre otras muchas inquietudes.

Dicen que, a diferencias de otras especies, la mía puede decidir a quién comerse, con quién estar, con quién vivir, a quién castigar y a quién amar. Y también que nos gusta vivir bien, aunque aún no se sabe bien qué es eso.



II. Este cuerpo, mi cuerpo


¿Cómo es posible que no se haya detenido
ninguna de aquellas primaveras
para acompañarme en el invierno?
María Teresa León

¡Qué curioso! En el lapsus de unas horas, este cuerpo, mi cuerpo, ha pasado de ser autónomo, fuerte, seguro, firme, sólido y estable a transformarse en uno frágil, vulnerable, temblando y sin seguridad, no sólo en un sentido físico sino también psíquico.

En un período de dos horas, mi cuerpo, que era un aliado se ha transformado. El mundo en el que me movía y en el que me muevo ahora son, de golpe, completamente diferentes. Solo dos horas me separan de mi cuerpo del de antes del de ahora. Solo dos horas me separan de mi yo de antes de mi yo de ahora.

Esta nueva experiencia, es una experiencia de pérdida y de extrañeza. En dos horas, he perdido la facilidad de mis hábitos corporales habituales, y ya no hay gestos ni desplazamientos conocidos. Mis movimientos, no son los mismos. Mi caminar ha cambiado. Todo mi cuerpo parece inutilizable.

Mi pierna derecha está, momentáneamente, fuera de servicio. Y con ello, pasa algo raro, extraño, como si algo me haya sido robado.

Lo que me ha sido tomado, es mi cuerpo cómplice, ese que me sostiene, que me lleva, que se mueve. De golpe, tengo la sensación de caminar tambaleándome sobre un suelo que, a mi paso, se va desmoronando.

¿Qué pasa con mi cuerpo? ¿Qué pasa ahora con mi/su existencia?



III. La metamorfosis

No comprendes nuestra ternura
que viene de tan lejos.
María Teresa León

El escritor y artista belga, Henri Michaux, escribió Brazo roto (Brass cassé), un pequeño librito en el que evoca una ruptura idiota de la existencia.

Michaux se resbala, cae y en la caída no sólo se rompe su codo derecho sino toda una manera de estar en el mundo. Así relata: Me he caído y ahora solo mi ser izquierdo se levantará.  

Esta presencia, su ser izquierdo, nos cuenta, que ha ignorado durante años y que ha estado siempre en las sombras, asume otro rol. Los accidentes, nos dicen, revelan los fantasmas de mi yo, ese ser que nunca en mi vida ha estado primero sino en las sombras. Hoy es el único que me queda y yo giro a su alrededor observándolo con sorpresa. 

Michaux desarrolla por este ser-zurdo una estimulante curiosidad. Según él, esta herida nos revela ese otro ser, esa otra persona o, simplemente, otra manera de ser. El accidente nos desvela un yo que llamará mi yo-hermano.

¿Qué me enseña de mí misma este ser que se vuelve indispensable ahora?

Es posible que esta nueva figura diferente, vulnerable, menos ágil, disminuida, reaccione y observe el mundo desde una mirada diferente. ¿Qué significa esta existencia mínima? ¿Quién soy, bien y mal, en todos los aspectos de mi ser?

Para el escritor belga, su accidente se transforma en una suerte de nueva experiencia del yo, me observo curioso en esta situación que me pone a prueba. ¿Quién soy cuando el accidente me desplaza? 

¿Qué es un ser que sufre? ¿Quién soy cuando el sufrimiento altera mis hábitos, me hace perder mi naturaleza activa y rompe con esa complicidad que existe entre mi cuerpo y mi espíritu? Mi cuerpo se asusta y mi yo se descubre otro, desposeído, temeroso, sufriente. 

La filósofa francesa Claire Marin, escribió a propósito de su enfermedad un interesante libro, Rupturas, en el que nos dice que la experiencia del sufrimiento interroga este lugar que nosotros habíamos ocupado sin cuestionar. Así escribe: Si mi cuerpo está fuera de servicio, ¿en qué lugar inscribirlo?

Mi cuerpo se ha transformado, y al mismo tiempo, conozco de primera mano la vulnerabilidad y también el poder. Ahora, debo establecer una nueva relación con él, conocernos, aceptarnos. La cosa va para largo…



IV. Atravesar la noche


¿Cuántas veces hemos repetido las mismas palabras,
aceptando la esperanza, llamándola,
suplicándola para que no nos abandonase?
María Teresa León

No soy de esas personas que creen que ‘por algo habrá sido’, ‘viene a enseñarte algo’, ‘es el destino’, ‘estaba escrito en los astros’. No tengo pensamientos mágicos.

Las rupturas, le llama Marin, nos dejan huellas profundas. Nuestra vida, escribe, está hecha de rupturas. Quisiéramos que la ruptura fuera como un corte seco. Pero no lo es. La ruptura es desgarro. Los lazos rotos duelen, son fantasmas que conviven con nosotros, son los testigos de esa antigua vida, son la huella de todo lo anterior que está inscrito en nosotros. 

¿Qué nos revelan las rupturas? Las rupturas nos interrogan, no interpelan, nos obligan a redefinirnos o, puede ser, a renunciar a la idea misma de definirnos. ¿Qué sucede en esos <<paréntesis de la existencia>>?

Mientras tanto, nos come la impaciencia por volver a la vida de antes, aunque sabemos que no volveremos a la vida de antes porque no hay un regreso total a ese estado anterior. Ahora somos otra persona. ¿Lo somos?

Hay huellas, hay secuelas, hay marcas que testifican este nuevo yo. Hay metamorfosis. Algo vital se ha roto e impide, nos cuenta la autora, el mismo tipo de proyección, de entusiasmo, de confianza que teníamos antes. 

La ruptura se inscribe en nosotros y nos imprime una profunda, y silenciada, inquietud. ¿Cuándo podré caminar? ¿Cuándo podré salir? Ya no puedo pensarme como antes y un cierto duelo de mí se instala sigilosamente. 

La filósofa Marion Muller-Colard argumenta que atravesar estas pruebas personales, nos dejan profundas fisuras pues nos remiten a la pregunta sobre el significado de la existencia. Estos paréntesis de la existencia son momentos donde la fortaleza de certezas que nos protege contra el malestar se tambalea.

Existen personas que se crecen frente a estas situaciones. Se mantienen firmes. Seguras. Fuertes. Yo creía que podría ser así. Pero en el lapsus de dos horas, me convertí en un ser temeroso, sufriente, asustadizo, miedoso.

Un accidente, escribe la filósofa Catherine Malabau, fabrica un ser, una forma, un individuo inédito, un nuevo ser, ¿una Virginia diferente?



V. Descubriendo a mi yo-hermana

Para Malabau, en su libro Ontología de un accidente, después de un accidente, la historia del sujeto se divide, se bifurca y un personaje nuevo, sin precedente, que cohabitaba con el antiguo, toma su lugar. 

A este ser desconocido, sin pasado, le llama una improvisación existencial.

Así, escribe, que existen metamorfosis que perturban ese círculo completo que formamos alrededor nuestro en el tiempo. Extrañas figuras surgen de la herida que no son producto ni de un conflicto de la infancia no resuelto ni de la presión de un fantasma del pasado.

Ellas se inscriben en la vida. No son lógicas ni coherentes. No existe una ruta trazada. No hay un camino recto.

El ser-roto no solo muestra mis debilidades sino también el poder de la resistencia. Y yo resistiré en estas líneas, aunque creo saber que nada aprenderé. Solo a aferrarme a alguna idea de los filósofos de que quizás la vida se aprende por prueba y error.


Una victoria. 
Una victoria sobre nosotros mismos, 
sobre nuestro miedo, nuestra angustia diaria. 
María Teresa León.



miércoles, 25 de mayo de 2022

En una lengua cabe un mundo - Liliana Tozzi y Didier Eribon, Lori Anderson y María Teresa Andruetto

 


Fotografía: Marwan en su intervención poética en el centro de Madrid 

¿Cuál es mi casa?
¿Dónde vivo?
Mi casa es la escritura
la habito como el hogar
de la hija descarriada
la pródiga
la que siempre vuelve para encontrar los rostros conocidos
el único fuego que no se extingue.
Cristina Peri Rossi
Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com
En Argentina le llamamos simplemente panadero. En España, diente de León. En América del Sur, también amargón, radicha, radicheta o peeta; y en América Central, achicoria, botón de oro, lechuguilla o pelusilla.

Encontré otros nombres muy curiosos también como corona de fraile, achicoria silvestre, bufas de lobo, chinita de campo o, esta sí que es muy graciosa, flor de macho. La imaginación de la gente no tiene límites.

Sin embargo, yo prefiero llamarle panadero. Estos días, el bosque de mi casa, está lleno de panaderos y, atraída por ellos, me la paso soplándolos y presa de un momento mágico, pidiendo los consabidos tres deseos. ¿Dónde está el origen de este pensamiento mágico? 


I. El idioma de esta argentina

Nací en una ciudad triste
suspendida del tiempo
como un sueño inacabado
que se repite siempre.
Cristina Peri Rossi 


He escrito mucho sobre esta inquietud que me persigue, la de pensarme como lengua, y tratar de abordar la pregunta que se hace la escritora argentina Sylvia Molloy, ¿en qué lengua soy? Y en ¿cómo se vive hablando de otro modo?

En esos deambulares lingüísticos, me aboqué a desmenuzar las tensiones que me atraviesan en la coexistencia del español y el francés. Sin embargo, me doy cuenta de que he cometido un acto de olvido imperdonable.

Inmersa en las tensiones entre el español y el francés, me olvidé de otro conflicto idiomático que me atraviesa: ¿español o castellano? ¿Qué español hablo? ¿Qué español escribo? 

Volvamos un paso hacia atrás, ¿hablo español? Claramente no. ¿Cómo qué no?, me dirán ustedes. No hablo español. Los argentinos y argentinas, hablamos castellano, un castellano atravesado por influencias de comunidades originarias y extranjeras. Y no todos los argentinos hablan el mismo argentino, aunque es la lengua que compartimos.

Hablo una lengua que al mismo tiempo es diversas lenguas. Una lengua, o varias lenguas, que interactúan, se relacionan, se imponen, dominan unas a otras, que se utilizan, que cambian y se transforman.

Hablo un español argentinizado o un argentino españolizado, elijan ustedes. Hablo un cachivache. No hablo ni lo uno ni lo otro, como pueden experimentarlo leyendo este y otros textos que he escrito. 

El escritor argentino David Viñas, exiliado durante la última dictadura militar en España, escribió: “¿Qué hacer con nuestra lengua? ¿Se academiza la cosa, se la ‘agayega’, se le pone almidón y se la plancha?”

Confieso aquí que me da pudor cuando me encuentro con argentinos que conservan intacto nuestro idioma, nuestro acento, nuestro tono fuerte al hablar este supuesto español de segunda categoría, como le llamará el escritor argentino Marcelo Cohen.  

¿Me avergüenzo de mi hablar argentino? ¿He traicionado mis raíces? Si, como escribe María Teresa Andruetto, nuestros modos de decir representan las trincheras de la lengua, nuestras pequeñas resistencias, ¿he traicionado - con este cachivache de español argentinizado o de argentino españolizado – a mi lengua de origen?

Tranquila, me digo, ninguna lengua es pura, porque dentro de un idioma caben muchas lenguas. Entonces me pregunto, ¿qué argentino hablo, el del puerto bonaerense, el del norte o el de Córdoba o el de la profunda Patagonia? Y aún sigo, ¿a qué clase social representa mi argentino?

El idioma de los argentinos, el que compartimos, no está exento de tensiones, conflictos, dominaciones y resistencias. Y en mí hablar se evidencian todas y cada una de ellas.



II. El idioma de mis hijas 

Lo único que conozco por ahora es la vida,
me dijiste.
Los pájaros no son los mismos, es verdad,
tendremos que acostumbrarnos a su canto.
Cristina Peri Rossi

Mis hijas hablan un español diferente al mío, muy diferente. Ellas hablan el español de España. Así me dicen, mamá, - ¿puedes alcanzarme el mando de la televisión? cuando yo digo, - pasáme el control de la tele.

Ellas me dicen que llueve, pronunciando la doble ele (ll) a lo español y yo, como una gran parte de los argentinos, les digo, ¿yueve? ¿shueve? ¿yuueeve? 

Aprendí mucho español de la escolaridad de mis hijas, así como de mi amistad con Maribel. Ella ha sido una especie de puente entre estos dos españoles, o entre estos dos castellanos, el de ella y el mío. Podría decir que ha sido, sin proponérselo, la traductora del español para mí. ¿Cómo me ha entendido? ¿Cómo nos hemos entendido?

Hace algunos años, decidí hacer para ellas, que hablan español puro, un diccionario casero de palabras exclusivamente argentinas. Todo empezó porque un día le dije a una de ellas -limpiate la jeta, y me preguntó que qué les estaba diciendo. Entonces, decidimos ponernos manos a la obra, y transformamos un cuadernito en una especie de diccionario bilingüe casero español-argentino.

Empezamos a anotar, por ejemplo, colectivo igual a autobús, celular igual a móvil, departamento igual a piso, baño igual lavabo y así sucesivamente. Con el paso del tiempo, este cuadernito de traducción familiar fue quedando en el olvido por varias razones. 

Una de ellas, por practicidad. Una lengua es viva, local, cotidiana, se aprende usándola (iba a escribir, ¡utilizándola!) en el día a día. En definitiva, y como argumentó Ludwig Wittgenstein, una lengua es una forma de vida.

Otra de las razones, tiene que ver con el paso del tiempo. Las lenguas evolucionan, cambian constantemente (aunque le pese a la Academia de la Lengua Española) y se transforman. 

A mis palabras argentinas les fue pasando el tiempo, se pusieron viejas, se fueron dejando de usar porque ya no se habla como se hablaba. La lengua, mi lengua, ya no está en el mismo lugar en el que la dejé. Por lo tanto, de nada sirve enseñarles palabras que han ido cayendo en desuso. Además, ahora desconozco las nuevas que se usan. 

Nuestros castellanos conviven, se nutren, me cambian. Solo una de mis hijas, dicen que tiene una casi imperceptible traza de argentino en su habla. Nosotros no nos damos cuenta, pero fue una remarca constante en su escolaridad. Ella pronuncia la ce aparentemente como nosotros y no como los españoles. Jamás he notado esa diferencia si ella no me lo hubiera dicho. 

Un profesor llegó incluso a decirle que jamás hablaría el español correctamente. Y yo me pregunto aquí – como lo han hechos otros hispanos parlantes – qué es hablar español correctamente.

El escritor colombiano Fernando Vallejo dice "que preguntarse quién habla bien es una tontería porque el castellano se habla como se puede en todas partes, en todos los ámbitos del idioma.” 

Y la escritora argentina María Teresa Andruetto agrega, “¿qué es hablar bien? Un idioma es una entidad en permanente movimiento, en permanente transformación; es una inmensidad, es un río.”

Somos de la misma familia, y hablamos el castellano de maneras diferentes, unas representan la forma dominante del español y otros representamos las modalidades americanas de la lengua. 

Y sin embargo me sigo preguntando si aún sigo siendo vocera del argentino, porque ahora no sé muy bien lo que hablo. 

¿Español o argentino? ¿Argentino o español? Escribo aquí en lugar de acá, y digo, ese departamento tiene dos lavabos, y entonces me pregunto si he traicionado a mi lengua. 

Y mientras escribo esto empieza a rondarme la inquietud de, ¿cuál es la lengua materna de mis hijas?



III. El idioma de los latinos

La lengua es mía,
pero no solo mía.
Alejandro Nicotra

Supongamos que aceptamos transitoriamente que muchas personas, de diferentes países, hablan español. 

María Teresa Andruetto, en su excelente discurso en el Congreso de la Lengua Española, celebrado en la ciudad de Córdoba, en Argentina, nos dice que el 95% de los hispano-hablantes no son de España, y que los españoles representan solo un 5% del total de las personas que hablan español. 

Pero son los que tienen el monopolio de este idioma.  En relación con esto, la escritora se pregunta “¿de quién es la lengua? ¿quiénes le dan nombre? ¿es la misma lengua de todos? ¿quiénes son sus dueños?” 

Al monopolizar el dominio sobre el español, la Real Academia Española, cree que pasaremos por alto que la lengua también es poder, poder simbólico, poder económico y poder lingüístico: ¿qué se dice? ¿quién lo dice? 

Como bien sabemos en América Latina, el español es la lengua que se impuso de maneras cruentas sobre las lenguas de los pueblos originarios. Es la lengua de la conquista. 

Y aquí me parece muy interesante traer a colación la incógnita que se plantea el escritor estadounidense John Edgar Wideman, o la escritora algerina Assia Djebar, sobre lo que significa escribir de la dominación en la lengua de los dominantes. ¿Quién define y quién es definido por las palabras?

“De modo que escribo, y en francés, la lengua del antiguo colonizador, pese a lo cual se ha convertido irreversiblemente en la de mi pensamiento, mientras que sigo amando, sufriendo y rezando (cuando, a veces, lo hago) en árabe, mi lengua materna”, escribió Assia Djebar.

Pero volvamos al idioma de los argentinos y de los latinoamericanos. Como bien sabemos, no hablamos el mismo español en Argentina, o en Chile o en Ecuador. Los argentinos hablamos el español más impuro de Latinoamérica. Por lo tanto, soy usuaria, como argumenta Andruetto en su libro La lectura, otra revolución, de la lengua desobediente. Y soy una usuaria bastante desobediente.

También entre los latinoamericanos necesitamos traducción. Tengo una muy querida amiga mexicana que una vez me dijo, -corre que perdemos el camión, a lo que yo le respondí, - ¿qué tenemos que correr? Y ella me dijo, - el bus.

Con ella también hacemos listas telefónicas de palabras mexicanas y su equivalente en argentino. Muchas veces, debo interrumpir su narración para decirle si lo que yo estoy entendiendo es correcto. Por suerte para mí, ella tiene una paciencia infinita en nuestras largas charlas telefónicas.

“En una lengua cabe un mundo”, argumenta Andruetto. Por suerte, la lengua sabe transformarse, tiene sus formas de inventar, de inventariar, de descubrir, de concebir, de comprender. Una lengua se inventa todo el tiempo.

Entonces, ¿cómo hago para elegir las palabras con las que nombrarme?

¿Es posible reconciliar dos historias diferentes? ¿puedo unificar los elementos que me componen? El yo es frágil, provisorio, parcial y se sitúa en la intersección de múltiples identidades. Esta intersección, escribe Didier Eribon “no está dada de una vez por todas. Ella se construye y se inventa sin cesar.” 

Y nos muestra cómo la identidad personal está ligada a la identidad colectiva, a la del grupo al cual pertenecemos. “¿Cómo hablar y pensar de una y de su historia? ¿Con qué palabras emprender esta tarea? ¿Quién posee esas palabras y quién las ha creado? ¿Quién da las definiciones y quién es definido por ellas?” El lenguaje, dice Eribon, es uno de los terrenos decisivos de la batalla que se emprende cuando se aborda la cuestión ¿quién soy yo?

Liliana Tozzi en su libro Sujetos en tránsito, argumenta que “El lenguaje se constituye en lugar de la búsqueda y de la construcción de un relato identitario que se arma en su propia transformación, que encuentra en la huella, en la traza, su sentido y su razón de ser.” 

Y agrega, “Moradas inestables, trayectos cuyos puntos de partida y de llegada se difuminan, traslados en el espacio que implican desplazamientos culturales, dislocaciones que se incrustan en la lengua, inscripción de un sujeto cuyo lugar de enunciación se vuelve inestable y múltiple, una morada que se construye de fragmentos.”

¿Panadero o diente de león? ¿Lechuguilla o flor de macho? ¿Pelusilla o corona de fraile?

“Despréndete de las cosas que dejaste. ¿Podría haber hecho eso? ¿Podría haber dicho eso? Los miedos lejanos de la infancia. La falta de un yo sólido. El recuerdo de tu propia felicidad. El recuerdo de tu propia felicidad atrapada en tu flujo de pensamientos. Despiértate. Despiértate. Los relojes se pararon. Una vez te pusiste eso. Una vez hiciste eso. Todo lo que sabías acerca del tiempo. Deslizándose. Repitiéndose. No tengas miedo. Como todas las mañanas. Aceptá esto. Lori Anderson 



lunes, 2 de mayo de 2022

Un lugar para cada persona - Claire Marin y Didier Eribon, Lucía Berlín y Noelia Ramírez

 


Muévete en el lugar que ocupas y siente ese lugar moviéndose
contigo, creciendo y contrayéndose rítmicamente.
Cuida del lugar y de tu apego a él. 
Tú no tienes tu lugar, el lugar te abraza a ti en su seno.
Considéralo igualmente acogedor y abierto 
para otros.
Eduardo Navarro y Michael Marder


                                I. Seres nocturnos

No tenemos fin, 
solo dejamos de ser lo que somos.
¿Qué?
Maggie Smith

¿Qué seres habitan mi casa por las noches? Cuando despierto por las mañanas y comienzo a recorrer la casa, encuentro rastros de algo o alguien que, amparados por la oscuridad, se apropian de ella. 

Una miga de pan por aquí, algo de tierra por allá, un lápiz fuera de lugar, me hacen sospechar de huellas de una vida nocturna que desconozco. ¿Qué clase de vida tiene esta casa? ¿Qué clase de ser es esta casa cuando yo no la transito?

La nueva luz, la del amanecer, que se cuela por la ventana y se posa en ella, opera como una especie de detective cómplice que, aliada a mi imaginación, evidencia las trazas de esos seres que yo invento y que la habitan lejos de mi mirada.

¿Dónde comienza la escritura? ¿En qué lugar de la infancia, escribe Sally Bonn, en qué parte del cuerpo o del espacio, en qué lugar de la imaginación, en qué historias, en qué personajes comienza? 

¿De qué se alimenta? ¿De recuerdos? ¿De memoria? ¿De encuentros? ¿De los otros? ¿De textos viejos o nuevos? ¿De libros? ¿De huellas de imaginarios seres nocturnos?




                    I. El cuaderno de notas

¿Qué escritura es la que se hace cuando no se escribe? Cosas leídas, cosas vistas, cosas sentidas trasladadas a un cuaderno de notas, a un diario de escritura. 

Tengo varios cuadernos de notas, de todas las formas y colores. Van por épocas, por libros, por poemas. No es un diario íntimo. No hay un relato autobiográfico. No escribo de mí. Anoto mis lecturas y mis reflexiones. Bien podría decir que camino a través de mis lecturas. ¿Saben más de mí que yo misma? 

Y mientras, voy reflexionando sobre la escritura que no es escritura, porque escribo, pero no precisamente un cuento, una novela, un ensayo o un poema. Más quisiera yo. ¿Es el blog la nueva forma que adquiere el diario íntimo o las notas autobiográficas? Un affaire de mujeres, le llamaban.

Voy guardando las trazas de un proceso de escritura (que no es tal) como reflexión, a la caza de un objetivo que siempre está en fuga. “La introspección es inherente a la escritura” escribió Jean Philippe Toussaint.

Escribo a mano. A través de este simple gesto, sin quererlo, se establece un lazo con el colectivo social, el alfabeto común, pero al mismo tiempo, me distancio del grupo por la irreductible singularidad de mi trazo.

Luego paso todo a la computadora, y es en ese momento donde ordeno el aparente desorden de mis notas. Les doy un lugar y un orden a las palabras en la página. Vistos rápidamente, mis cuadernos se parecen más a un caligrama y ya quisiera escribirlos como lo hizo Louise de Valmorin.

En el medio de ese caos, una tímida idea se va desperezando, muy lentamente, ayudada por unos pocos medios como una coma, la que le da tiempo para respirar, como los espacios entre las palabras, así no se no agobian, con saltos y párrafos, y con puntos y aparte.

Todos ellos, palabras, comas, puntos, espacios forman parte de una pequeña e íntima coreografía en la que una idea se teje, al mismo tiempo que intenta encajar en una linealidad, la del texto. Convenciones…

Sus primeros esbozos, aquel que se oculta a quién lo lee, comienzan con la nada, la blancura del papel, y luego florece el desorden. Para re-escribirlo hay que ordenar toda esa arquitectura del caos que llamo cuaderno de notas. “Buscar, encontrar, reencontrar, encontrar otra cosa que lo que se buscaba”, escribió Sally Bonn en Escribir, escribir, escribir.

Entonces avanzo a oscuras por un bosque, hasta que llego a un claro y todo se ilumina.




                II. Respondona

Esa mujer ¿por qué grita?
andá a saber
mirá qué flores bonitas
¿por qué grita?
jacintos margaritas
¿por qué?
¿por qué qué?
¿por qué grita esa mujer?
Susana Thénon

¿En serio crees que quieren escuchar lo que tienes para decir? Escribir, reescribir. Se necesita acumular mucha seguridad para romper con el mandato del silencio. Y yo no la tengo.

Bell Hooks escribió un libro que lleva por título, y que por cierto me encanta, Respondona. Para esta feminista afroamericana, hablar – salvando las distancias - representa un acto de valor, arriesgado y atrevido. 

Responder, nos dice, es situarse de igual a igual frente a quien detenta la autoridad. Significa estar en desacuerdo y, a veces, argumentará, sencillamente tener una opinión.

Así, “nació en mí interior el ansia de hablar, de tener voz, una voz que se pudiera identificar como la mía”, escribió. Y agrega, “Los castigos que recibía por contestar, iban en la dirección de anular toda posibilidad de que pudiera crear un discurso propio.”

Pero si algo sabemos hacer las mujeres es hablar y no permanecer en silencio. 

Mi hermana y yo crecimos bajo el influjo de una madre que nunca se ha callado sus opiniones. Ella lo aprendió de mi abuela María, de la que siempre decían que tenía mucho carácter. -Tu mamá y la abuela, ¡qué carácter!, decía mi papá. 

Vengo de una estirpe de mujeres de discurso valiente. Mujeres que rechazaron el discurso correcto impuesto. Aprendí que había que levantar la voz, que había que tener una voz propia. También aprendí que no tenía por qué permanecer callada, que es lo que socialmente se espera (en una mujer). 

“Hablar se convierte tanto en una manera de implicarse en la transformación personal activa como en un rito de paso en el que una deja de ser objeto y se convierte en sujeto. Solo podemos hablar en calidad de sujetos", Hooks.

Mis amigas del secundario me recuerdan dando mi opinión en clase sobre diferentes temas (todos me apasionaban) o discutiendo con los compañeros o con los profesores - actos de discurso desafiante, le llama Hooks. 

Le pregunté a Diana, por eso de mi mala memoria, y ella me dijo “siempre estabas defendiendo tus ideas, incluso cuando algunos te tiraban con toda la artillería pesada, una persona más callada se hubiera llamado al silencio.”

Como podrán imaginar, no era la persona más popular de la clase.

Recuerdo, también, que me gustaba quedarme a espiar las conversaciones de los adultos, porque quería aprender a conversar bien, con buenos argumentos. Nadie te enseña a conversar en la escuela. Y yo quería aprender. Quería ser una buena conversadora.

Hooks nos dice que, al alzar la voz, “el contenido de lo que se dice es más importante que el acto de hablar.” Mis ideas, me decían, es lo que te mete en problemas. Tus ideas, Virginia, siempre tus ideas. Decir, qué decir.

La escritora Deborah Levy escribió: “Para convertirme en escritora, tuve que aprender a interrumpir, a hablar en voz alta, a elevar la voz un poco más y aún más, y luego a hablar sencillamente con mi voz, que no es nada fuerte.”

¿Tener una voz o muchas voces? “Encontrar la voz es un acto de resistencia” argumenta Bell Hooks.




                III. Un lugar propio


“La gente rica que va en coche nunca mira a la gente de la calle,
para nada. Los pobres siempre lo hacen…
La gente pobre está acostumbrada a esperar.
La Seguridad Social, la cola del paro, lavanderías, 
cabinas telefónicas, sala de urgencias, cárceles, etc.”
Lucía Berlin

Como he escrito, la escritura ordena el caos de mis notas. Cada idea escrita, y desarrollada, encuentra un lugar en la hoja, en la linealidad del texto. Aunque me veo tentada a hacer un caligrama, porque me gusta mucho más. Maldita computadora que no me deja.

Las palabras encuentran su lugar, o más bien yo les asigno un lugar en la página. Y esto me lleva a reflexionar sobre nuestro lugar o, también, nuestros lugares. ¿Dónde está ese lugar, como en la linealidad del texto, que me pertenezca y me dé sentido? ¿Por qué tengo la sensación de ‘estar fuera de lugar’ o de no estar en mi lugar? ¿Soy sólo yo la que vive buscando un lugar? 

Y entonces me pregunto si existe un buen lugar, ese que se supone que está destinado a nosotros o es simplemente un deseo romántico alimentado desde la infancia. ¿Existe ese lugar soñado, esa pieza que le falta al puzzle? ¿Hay un lugar para cada persona o solo hay una sucesión de lugares? 

La filósofa Claire Marin escribió un interesante libro cuya traducción sería Estar en su lugar. Esperamos que ciertos lugares, ciertos espacios diseñen nuestros contornos. Necesitamos un lugar, porque necesitamos una garantía de estabilidad, de continuidad, de orden. Pero también, al mismo tiempo, el nomadismo de nuestros ancestros y nuestras trayectorias nos reclama. ¿Echar raíces o moverse?

El lugar, nos clasifica. Se nos asigna un lugar, afectivo, social, económico, geográfico, sexual, político. Ciertos lugares son inhabitables, por eso las huidas, las partidas o las deserciones muchas veces son inevitables. 

A esas personas que escapan, se les llama tránsfugas de clase o, también, trasclases. Escapar, ¿siempre escapar? “Las huellas de lo que fuimos en la infancia perduran, incluso si las condiciones de nuestra vida adulta han cambiado”, escribe Didier Eribon, en Regreso a Reims. Los efectos de los determinismos sociales perduran sobre las psicologías individuales, escribirá.

“La esfera privada, íntima, nos reinscribe en el mundo social del que venimos, en los lugares marcados por una pertenencia de clase, en una topografía donde lo que parece surgir en nuestras relaciones personales nos resitúa en una historia y una geografía colectiva”, sigue Eribon.

En concordancia con Eribon, Marin argumentará que aquellos lugares que he ocupado se han quedado en mi cuerpo, en mi memoria, en mi lenguaje, hablarán de mi identidad, porque guardarán las trazas de su elaboración, de los desplazamientos geográficos, sociales y afectivos, visibles o invisibles, que me han llevado hasta aquí. 

Los lugares, ¿son provisorios? ¿Se agrandan? ¿Se achican? Puede ser que estemos fluctuando entre-dos lugares o, yo agregaría, entre-muchos lugares, entre-muchos mundos, entre-muchos tiempos, entre-muchas maneras de ser. 

“Siempre se repite una idéntica sensación, escribe Noelia Ramírez: la de sentirse señalada como una intrusa, como quien ha movido de sitio a una planta y ha dejado a la vista de todos, el cerco que antes ocupaba, su origen y lugar de pertenencia.”

En definitiva, el lugar representa la pegunta filosófica sobre la identidad. Y aquí volvemos al punto de partida: la arquitectura del caos de mis notas y los seres nocturnos que habitan mi casa. ¿Cuántas personas hay en mí? Un caleidoscopio. ¿Una identidad o varias? ¿Cuéntas rupturas me componen?

Partir es romperse dos veces. Es romper con aquella persona que éramos y con la ilusión de sentirse ‘en su lugar’ en alguna parte. “Es renunciar al confort psicológico de ser legítimo a los ojos de los otros. Es romper con la esperanza del reconocimiento. No hay lugares para los extranjeros, los tránsfugas, los trasclase, los homosexuales.”, escribe Marin. Hay que buscarse un lugar donde se pueda.

Si tan solo creyera en el horóscopo, algo tan de moda ahora, me diría, Capricornio, ¿qué te espera este año? Pero entonces, recuerdo a Mark Fisher y sus argumentaciones acerca del falso misticismo y la superstición como la otra cara del capitalismo que todo lo arrasa e instaura un mundo en permanente transitoriedad. Virginia, ¿qué te deparan estos tiempos?

“Concéntrate en las plantas de tus pies. Que absorben energía del planeta Tierra con cada respiración. Céntrate en la cúspide de tu cabeza y recibe la energía de la atmósfera. Más que una cabeza, es ya como la copa de un árbol. Piensa mientras respiras y percibes; con todo tu cuerpo, con la piel y las extremidades, los labios, con cada extremo con cada borde. No amases pensamientos en el cerebro; déjalos circular, como la savia, en cada rincón de tu ser.” Eduardo Navarro y Michael Marder.





viernes, 25 de marzo de 2022

Cuál es el color de mi memoria - Guo Hao y Luisa Futoransky, León Tolstoi y Adrianne Rich

 


¿Pero quién sino yo les cambia el agua a todos los recuerdos?
¿Quién incrusta el presente como un tajo ante las proyecciones del pasado?
Mis refugios más bellos son sitios solitarios a los que nadie va
y en los que solo hay sombras que se animan cuando soy la hechicera.
Olga Orozco 


I. Todo un Mundito

Doña Mundito no es un personaje sacado de un cuento ni un invento de mi imaginación. Podría, pero no llego a tanto. 

Doña Mundito era una señora que nos daba clases de cerámica a mí y a mi hermana, en un pequeñísimo pueblo de la Línea Sur, durante la dictadura argentina, donde mis padres se escondieron unos cuantos años.

No sé cuál era su nombre verdadero o no lo recuerdo. Vestía con unas faldas muy de los años ’70, rectas, hasta las rodillas, oscuras, usaba mocasines y se ponía un pañuelo en la cabeza como Simone de Beauvoir. Aún hoy, muchísimos años después, cuando veo una foto de Simone enseguida me recuerda a Doña Mundito.

“La Mundito que yo recuerdo – me escribió mi hermana - tenía un peinado con pañuelo a lo Simone de Beauvoir, aros de perla y siempre pintada. Daba clases de cerámica y le encantaban las flores rococó. Papi nos decía al salir para cerámica: -“¡no vayan a venir con una flor rococó!”, y nosotras obedientes hacíamos cacharros y vasijas siempre con motivos mapuches, alguna huella de puma copiada y el nombre del pueblo.”

Hacía unos caramelitos de miel que nos daba al mismo tiempo que nos enseñaba a dominar un trozo de arcilla. Mi papá decía que Doña Mundito sólo sabía hacer flores rococó, por lo que se propuso actualizarla acercándola a la cultura mapuche, tan presente en la Patagonia argentina.

Creo que Doña Mundito no veía con buenos ojos la intromisión de mi papá en su universo creativo privado, en su mundito. ¿Quién lo haría? Lo consideraba un jovencito recién llegado y, para colmo, con ideas bastante peligrosas para la época. 

Sin embargo, y contrariamente a lo que podríamos imaginar, Mundito lo siguió y de su horno dejaron de salir, poco a poco, florcitas rococó y empezaron a cobrar vida las leyendas y el universo de la cultura mapuche. 

Platos, jarrones, vasos, tazas….con grabados rupestres, empezaron a poblar sus mesadas. Una cultura excluida encontró en su taller, en sus manos y en su imaginación, un espacio en una época impensable. Quién hubiera imaginado que la convencional mundito, saliera de la conformidad de su cerrado universo personal a través de una cultura sometida.




II. ¿Cómo contar lo que nunca sabré?

Las palabras me vendrían a la mente, 
las que no he sabido o he olvidado decir
año tras año, invierno
tras verano, la runa correcta
para que el pasado se desaferre
del resto de mi vida
y para desaferrarme yo del resto del pasado.
Adrianne Rich


¿Cómo se llamaba Doña Mundito? ¿Por qué le decían Doña Mundito? Quisiera recordarlo todo. Y más. Debería haber tenido un diario o un cuaderno de notas, como Annie Ernaux, para así evitar caer en las garras del olvido. Pero no lo hice.

En el ejercicio de la memoria, la atracción por la reconstrucción del pasado, “el simulacro de un recuerdo perfectamente guardado”, dice Molloy, nos hace movernos entre dos momentos, entre lo que se recupera y lo que se olvida. ¿Qué recuerdo? ¿Cuánto he olvidado? ¿Qué he decidido eliminar?

En este pequeño extracto que he escrito, por ejemplo, he omitido describir la atmósfera que situaría este simple relato en un contexto histórico y político oscuro, trágico, de muerte que era el que atravesaba la sociedad argentina de ese momento. Campos de detención, de tortura, desaparición de personas, secuestros. Miedo.

Mi hermana, que tiene más memoria que yo, recuerda que en la plaza, una niña le decía: -"los militares nos defienden" y mi hermana: -"mi papá dice que son malos", "- ¿porqué - le decía esa niña- si nos defienden?" Y mi hermana: - "no sé, pero son malos. Son malos, son malos...”. Cuánto pueden leer de un tiempo los niños y las niñas.

En mi relato, decidí dar por sentado el contexto, para situarme, como dice Sylvia Molloy, “en una memoria privada, pero cuya construcción es común a todos.” Es también, el contraste entre el universo íntimo y el universo social y político, entre la infancia y el terror social.

¿Era dueña de su mundo, Doña Mundito? ¿Reía? ¿Lloraba? ¿Se enojaba? ¿Sabía lo que pasaba y atravesaba a la sociedad argentina? Tenía paciencia con nosotras, pero ¿era particularmente cariñosa? No puedo recordarlo. Hago esfuerzos, pero son en vano. 




III. ¿Qué es un mundito?

Una década de cumplir
con los amorosos, monótonos actos
de atención a esta casa,
trasplantar retoños de lilas,
limpiar cristales, fregar,
barrer escaleras, arrancar el hilo
de la araña,
y tanto aún por hacer,
la tarea de una mujer, el solsticio inminente,
y mi mano todavía suspendida
como sobre una carta
que ansío y temo cerrar.
Adrianne Rich

“Sustantivo masculino, diminutivo de mundo”, nos dice el diccionario. Un mundito es un mundo chiquitito. ¿Por qué chiquitito? Era chiquitito su mundo o es también una metáfora del espacio geográfico en el que vivía, un pueblo de cien habitantes, en la nada de la estepa patagónica.

Cuando nos apartan del mundo, escribió Benito Perez Galdós, “nosotras nos hacemos un mundito a nuestro modo, y echando fuego, mucho fuego al horno de la imaginación, allí forjamos todo lo que nos hace falta.”

¿Por qué mundito y no mundita? Al fin y al cabo, nuestro universo interior está permeado por nuestra perspectiva de género. Leemos el mundo desde un lugar, un espacio, una clase, un género.

Hay cierta atracción en la reconstrucción de un pasado que se adivina perdido. Y vuelvo a él para hacerle las preguntas que quizás debería de haberle hecho mucho antes. “Experiencias fundadoras que hunden sus raíces en la infancia, escribe André Gorz, al descubrimiento primordial, originario, de las emociones que una voz, un olor, un tono de piel, una forma de moverse y de ser […] pueden hacer resonar en mí.”

III. La impaciencia de la vida

Una se descuida
y a la mañana
surgidos de la nada
los castaños de indias
grandes desafiadores
de la ley de gravedad
están en flor. 
Quién sabe si volveré a ver
la alfombra rosa
de pétalos de cerezo
bajo mis pies. 
Luisa Futoransky

Empieza marzo, y con él comienza el fin del invierno. Por aquí, el primero en lanzar la alerta primaveral, es el pequeño ciruelo que mis vecinos tienen a la entrada de su casa. Él me anuncia a finales de febrero, el debut del calendario de plantación y de la incipiente primavera. Este pequeño cerezo me dice que algo va llegando a su fin. Como esa necesidad que tengo de escribir de Doña Mundito.

“Recibimos con especial alegría cualquier flor que, por voluntad propia, ilumine el sombrío invierno”, escribió Vita Sackville-West en su libro Mis flores, que encontré en una librería de Madrid.

A este ciruelo, le sigue el avellano, las forsythias, algunos manzanos del Himalaya – se llaman aquí – y los célebres cerezos de Japón. Todos ellos tienen en común esta impaciencia de vivir que se traduce en algo que para los botánicos es una estrategia muy calculada: florecer sin tener aún las hojas. ¿Se han detenido a observar que estas plantas que florecen tan tempranamente no tienen aún hojas?

¡Qué arriesgadas! ¿Por qué corren el riesgo de ser destruidas por una helada tardía? Por egoísmo. Simplemente porque, en esta época, no tienen competencia. Así podrán atraer hacia ellas muchos más insectos, esenciales para la fecundación. 

Sin las hojas, no sólo los insectos harán su trabajo, sino que el viento podrá circular mejor para propagar los granos de polen. Corren un alto riesgo, pero qué bien nos sienta a nosotros, pobres humanos, su florecer temprano aunque sepamos que su belleza tiene sus riesgos. 




IV. Esa biblioteca infinita de colores

¿Es posible vivir tranquilo en nuestros tiempos,
cuando se tiene corazón?
León Tolstoi 

Así, en este gris del final del invierno, los pequeños brotes coloridos se agradecen mucho. Se siente como si la naturaleza haya decidido darnos una tregua, una caricia de esperanza. Y así, mientras escribo sobre Doña Mundito, y vuelvo por un rato a su taller, a sus caramelitos de miel, a la arcilla entre mis manos, en este invierno…pequeños colores empiezan a delinearse.

Sutilmente la naturaleza nos dice, toma, mira, pronto…muy pronto. Y nosotros, pobres de nosotros, nos dejamos engañar con la promesa de un mañana, no tan lejano. Y se nos enriedan los colores. Aparecen las primeras florecitas, amarillas. Y los ciruelos y cerezos nos dejan el rosa y el blanco de regalos.

Pero no perdamos de vista que solo somos los que usan los colores, ellos no nos pertenecen. Ellos tienen vida propia. Es curioso cómo nuestros recuerdos también se visten de colores. En mi frágil memoria, Doña Mundito usa colores oscuros, pero está enmarcada por un amarillo que todo lo permea en la estepa patagónica. ¿Son sus colores o son los colores que recuerdo de un tiempo sombrío?

El investigador chino Guo Hao, cree que los colores son una biblioteca infinita. Por ello se sumergió en más de cuatrocientas obras literarias antiguas con el objetivo de saber de qué color era el mundo antes que fuera el nuestro. 

¿Los colores eran los mismos hace muchos siglos atrás? Con mucha paciencia y estudios, Hao encontró más de trecientos ochenta colores tradicionales chinos. Cada coloración era una oda a la belleza de nuestro universo y una invitación a su exploración.

Así, nos cuenta que el color ‘verde de agua celeste’ fue descubierto por azar un día en el que un trocito de seda se mojó con el rocío de la noche. Otro era el del caparazón de cangrejo o un blanco vientre de pescado. Había uno vestido granate, que hacía referencia a un color que usaban las mujeres de la dinastía Tang. Ellas montaban, practicaban el tiro al arco y la esgrima. Este rojo vivaz rendía homenaje a su libertad y audacia.

¿De qué color se tiñe mi memoria? ¿Cuáles son los colores de mi infancia?

Siempre habrá una pregunta más que hacer. ¿Qué colores salían de las manos de Doña Mundito? ¿De qué colores se teñían sus días? Gris y verde se cocinaban en su horno. Había algunos naranjas, que servían para reproducir las pinturas rupestres presentes. Yo usé un amarillo, para el interior de un tazón, que aún se conserva, al que luego le puse una rosa rococó. Doña Mundito, ¿cuánto mundito cabía en su vida?

“¿Quién soy yo? Una simple aficionada a escribir; lo que es peor, una mujer que simplemente se pasea por sus sueños; que no es ni carne ni pescado, ni divertida ni ingeniosa. Mis recuerdos que son siempre privados, y que, en el mejor de los casos […] se agotan con rapidez. […] ¿Sobre qué puedo hablar? Esta es la pregunta que me hago a mí misma. […] ¿De qué tratarían nuestras exposiciones si la mitad de sus miembros son personas como yo, a quienes nunca les ocurre nada?”,  Virginia Woolf