sábado, 31 de julio de 2021

La luz de nuestras alegrías y las sombras de nuestras tristezas - La filosofía de lo cotidiano




 Creíamos que éramos pobres,
que no teníamos nada,
hasta que fuimos perdiendo
todo, una cosa tras otra.
Anna Ajmátova
Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com
Hace un tiempo no tan lejano, he empezado a dejar de pensar en mi ciudad por las noches. Cuando iba a dormirme me imaginaba abriendo la puerta de Las Violetas y saliendo al jardín. Camino por la vereda que rodea la casa de mis padres, me detengo en las rosas, miro el roble de la esquina de la entrada, y sigo el sendero al jardín de atrás. 

El manzano y el cerezo siguen ahí, pero creo que el sorbus pasó a mejor vida. Tengo que preguntar a mi mamá, por si mi memoria ha empezado a hacerme trampas. Sigo mi camino y voy hasta la hamaca, que ahora usan los chicos, y veo que el viejo pino al fin fue derribado. Había tomado dimensiones exorbitantes y con el viento patagónico tenía preocupados a los vecinos de atrás. Ahora entra más sol y el césped puede volver a crecer.

Los pinos del cerco de atrás, son un recuerdo de antiguas navidades. Luego de los festejos, los fuimos plantando uno a uno con mi papá. Su llegada a casa era muy particular…salíamos a buscarlos al bosque. Era toda una aventura.

Sigo mi recorrido, y poco a poco voy saliendo de casa. Comienzo a bajar por Las Violetas, sigo a Topa-topa….y voy hasta Campichuelo, y ahí ya me duermo. 

Recordar es un ejercicio de memoria y de nostalgia, no sólo geográfico, sino también biográfico. 

Recorro mis lugares como si me recorriera a mí misma, como si volviera a la persona que fui, que sigo siendo, que ya no es. Cuando la vida extranjera se apodera de mí, vuelvo a caminar por casa, a escuchar los sonidos de casa, los olores, las voces. 

“Solo en la madurez, escribe Anatxu Zababeascoa, vemos la casa donde nos fuimos haciendo sin darnos cuenta. Es ahí donde queda algo de lo que fuimos, donde siempre hay algo que reparar. La casa es una meta, un lugar que calma. Un sitio donde mirar por la ventana. Érica Jong es feliz en su casa "allí es donde me repongo y sueño. Sé que estoy en casa porque mi corazón está en calma".

“Tu vida es simplemente una vida humana”, dice Simone de Beauvoir en sus memorias, y en eso estoy cuando se me viene a la memoria la historia de la gran poeta rusa Anna Ajmátova.

Once amigos aprendieron de memoria los desgarradores poemas de su libro Requiem, para preservarlos de la crueldad a la que ésta fue sometida. Su historia es la de la tragedia del dolor personal, así como colectivo.



"Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer – los labios morados de frío – que nunca había oído mi nombre, salió del acorchamiento en que estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba sólo en susurros):
- ¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
- Puedo.
Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro".

La conmovedora historia de esta gran poeta me ha dejado más de una vez el alma estrujada. La figura de Ajmátova es la de esos héroes trágicos, en donde “lo personal, lo político y lo espiritual” se entrelaza con el destino.

Requiem es un libro conmovedor, que recomiendo. Lo tengo en mi mesa y lo he releído este último tiempo junto con otros. De todos he aprendido algo, pero Ajmátova tiene un no sé qué en el que conjuga en su poesía su destino trágico con el de su época.

Recomiendo leer este poema, como se leían en la antigüedad, en voz alta para así dejarlo alcanzar toda su plenitud. Al hacerlo, estaremos prestándole la voz a la poeta rusa.

“Los libros son hijos de los árboles”, escribió Irene Vallejo, en su libro El infinito en un junco. Según esta autora, “liber (libro) evocaba el misterio del bosque donde sus antepasados empezaron a escribir, entre los susurros del viento entre las hojas.” 

¿Por qué caminos, o libros, o bosques he vagabundeado este tiempo? Algunos de ellos son tan interesantes que no podría ni resumirlos, sólo recomendarles una urgente lectura homeopática. Ellos me han ayudado a sostenerme en estos tiempos tormentosos.

En este mi bosque de libros, he ido armando una biblioteca (con la ayuda de mis amigas y amigos lectores), que me ha permitido construir un relato, narrarme a mí misma. ¿Que, a veces. ese relato hace aguas? Seguro. ¿Qué hay que recauchutarlo? Todo el tiempo. ¿Qué hay que cambiarlo? Inevitablemente.



Si bien este vagabundear parece caótico y azaroso, nada más lejos de esta impresión, hay un orden en el aparente desorden. “Todos somos narradoras y necesitamos las palabras apropiadas para contar y contarnos el día, para convencer y encantar a quienes nos escuchan”, escribe Vallejo, y agrega que “los relatos bien contados invaden lo más íntimo, liberan sentimientos callados, nos rozan el corazón.”

En este deambular, hace un tiempo buscando un libro para regalar a una amiga querida, casi por azar cayó en mis manos una pequeña maravilla. 

El libro del té del escritor japonés Kakuzo Okakura, es una miniatura bellísima, casi casi poética, que me ha rescatado de mis sombras e incertidumbres.

Del libro de Okakura, aprendí que en la cultura japonesa se despliega una antigua filosofía sutil del té, que esta infusión comenzó como un remedio y que a una persona insensible “se le dice que a ese sujeto le falta té.” Hay varios por ahí escaseando de té.

Detrás de este magnífico pero pequeño librito, se deshilvana una perspicaz mirada sobre la magnitud de las pequeñas cosas, de la grandeza que se esconde detrás de los detalles mínimos, de la “luz de nuestras alegrías y las sombras de nuestras tristezas.”

Okakura nos deja algunas frases memorables, pero poéticas, como esta: “El té carece de la arrogancia del vino, del individualismo consciente del café, de la inocencia sonriente del cacao.” 




“La pulcritud es un arte”, escribe, y proclama una filosofía de estar en el mundo de manera de no perturbar la armonía de lo que nos rodea para así “pilotar inteligentemente tu propia existencia a través de este mar tumultuoso de inquietudes que llamamos vida.”

Soy ingenua pero no tanto. Sé que quizás si protestara más, sería más interesante que enarbolar -en tiempos inhóspitos – una filosofía de lo cotidiano, aunque considere que está cargada de sentido político. Queda mucho mejor perderse en una narración pomposa sobre las resistencias colectivas. Los pequeños gestos marginales están muy mal vistos.

¿Será que estos gestos están asociados a los cotidiano y, por tanto, a lo femenino? Incluso cuando pienso en las resistencias, las pienso como elementos de construcción colectivos, grandes movilizaciones, partidos políticos, organizaciones de la sociedad civil, movimientos callejeros, estallidos….mientras la vida cotidiana, el día a día de las personas, se aparca y las pequeñas pero heroicas resistencias cotidianas no significan casi nada. 

Pequeños libritos, como el de Okakura, van transformando la mirada, te enseñan otros caminos que no son menos resistentes ni más individualistas. En una época invadida por el ruido, la sobre-información, la velocidad, la aceleración, la hiper-conectividad, la brutal desigualdad y la catástrofe medioambiental, pensar desde la calma y la intimidad me parece un gesto de resistencia.

“Las trincheras son para ellas y los sillones son para ellos”, escribe Peio Riaño en Las invisibles y refuerza la idea de la falta de referentes femeninos en los que reconocernos las mujeres (no sólo en el arte) en la sociedad. Y he pensado si no deberíamos retomar nuestra herencia intelectual y re-escribirla, desde otra mirada y otros marcos. 

¿Se puede hablar de un libro que no se ha leído o de alguno que hemos solo hojeado?  ¿Hemos leído los libros que ya hemos olvidado? Hasta los más leídos, también olvidan, han echado solo un vistazo a alguna obra renombrada o han escuchado algo de un libro que no han leído…Y se repiten, también, como yo en este texto. ¿De qué está hecha la memoria?

¿Qué rastro involuntario vamos dejando? Sabemos que dejamos huellas, muchas veces conscientes. Este escrito es una de ellas. Pero también dejamos un rastro que no es voluntario. Podríamos aventurar algo así como que somos también como esas huellas involuntarias que vamos dejando. La inertiae dulceda, la dulce inercia, las estelas de ese transitar que es este devenir.

Pistas que nos ayudan a orientarnos. Hablan de lo que apenas se ve y no es visto, hablan de esa inercia, y de las incertidumbres, de los conflictos y de nuestras contradicciones. Susurros soplados al azar.

“Defender un edén modesto”, escribe Antonio Muñoz Molina, a propósito del libro de J. A. González Sainz, La vida pequeña: el arte de la fuga.



Defender todas las cosas que es preciso saber para ocupar un espacio saludable, gozoso y no dañino en el mundo: "prestar atención a lo que se despliega ante los ojos, fijarse en indicios mínimos, atemperar la experiencia y lo ya sabido con la aceptación del azar.”

Los lugares y los espacios en los que nos situamos configuran nuestra forma de hablar y de estar, porque “nuestro cuerpo registra sus lugares” escribe la argentina Agustina Atrio en Tres formas de atravesar un río”.

¿Qué palabras nacen en los lugares que ocupamos? Los márgenes son también lugares en los que situarse. Estar en los bordes puede haberse convertido en una manera de habitar este mundo. ¿Se eligen los márgenes o se nos eligen? Se puede vivir en los márgenes. ¿Se puede vivir en los márgenes? ¿Qué tan al margen se llega a vivir? 

Las mujeres hemos vivido, y vivimos, en los márgenes de un sistema dominado por los hombres. ¿Quién constituye la clase obrera del siglo XXI? “No hay mujeres que no trabajan. Hay mujeres que no son pagadas por sus trabajos” escribe Caroline Criado Pérez. 

Quizás se deba a ello que nos sentimos siempre en los bordes, porque hemos sido conscientemente expulsadas de los centros. Sin embargo, “Los caminos más fascinantes son aquellos que nacen en las grietas”, dice Irene Vallejo.

Cada vez que nos salimos del camino trazado, cada vez que metemos la mano sobre nuestra historia, estamos intentando trazar un espacio donde afirmar nuestra independencia, y desde donde se puede cambiar el mundo o ser cambiada por él.

El espacio que ocupamos está perpetuamente construido, deconstruido y reconstruido y es objeto de innumerables interrogaciones. “El espacio es una duda – escribe Georges Perec – necesito marcarlo sin cesar, designarlo, no es nunca mío, nunca me ha sido dado, es necesario que yo lo conquiste”.

Como escribe Lauren Elkin, “Nosotras reivindicamos nuestro derecho a perturbar la paz, a observar (o no), a ocupar (o no) y a organizar (o desorganizar) el espacio según nuestras propias condiciones.”

Esta vez, salgo de Las Violetas, desciendo por Topa-Topa y bajo por Quintral.

Voy a bajar hasta la plaza Belgrano. 



Puedes inscribirme en la historia
con tus amargas y retorcidas mentiras,
puedes aplastarme en el fango
pero, aún así, como el polvo, me levantaré.
Maya Angelou