lunes, 1 de septiembre de 2025

Escribir cartas, inventar un mundo común - Virginia Woolf y Geneviève Brissac - Juan Villoro, Paulina Vinderman, Anne Carson y Maggie Smith

 



Estoy haciendo algo que aprendí muy pronto a hacer;
estoy prestando atención a la belleza pequeña,
la que sea,
como si fuera nuestra obligación
encontrar cosas para amarlas
y así atarnos a este mundo.
Sharon Olds

Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com
Nací en tiempos donde las cartas eran aun un medio de comunicación. En algún momento, también coleccioné sellos o estampillas junto con mi hermana. No recuerdo cuando comencé exactamente, pero sí que era muy pequeña. 

¿De dónde viene esta necesidad de escribir cartas? He rastreado las huellas de mis correspondencias y he encontrado que desde muy chica escribo cartas. Empecé escribiéndole a mi abuela María y seguí con mis amigas, con mis sobrinos, con mi hermana.

A l’amie des sobres temps: Lettres à Virginia Woolf, es el título de un pequeñísimo, pero simpático libro de Geneviève Brissac, con el que me topé leyendo un artículo, y cuya traducción al español es A la amiga de tiempos oscuros: cartas a Virginia Woolf.  

Escrito en forma de cartas, la autora se propone contarle a Woolf sus novedades y decirle todo lo que a ella le debe. Curiosa empresa, esta, de escribirle a una escritora desaparecida sabiendo que nunca se recibirá una respuesta. Pero Brissac ya había emprendido viajes creativos curiosos cuando publico una entrevista imaginaria a Woolf en Le Monde, conocido periódico francés, en 1982.

Como tengo una gran predilección por escribir cartas, cuanto vi cartas a Virginia Woolf… me dije que tenía que hacerme con el librito. 

Libro curioso, escrito en forma de cartas, a una autora ya desaparecida, a la que Brissac quiere contarle todo lo que su obra ha significado, no solo para ella, sino para un sinnúmero de escritoras y de mujeres, entre las que me encuentro. 

Pero no solo Brissac indaga sobre esta especie de manía, también Virginia Woolf se pregunta sobre la escritura epistolar. Escribir cartas, dice, ¿es -o no- una pérdida de tiempo? Al fin y al cabo, al hacerlo, le robo tiempo a la escritura e incluso a la vida misma, escribe.

¡Qué tarea extraña esta de la correspondencia epistolar! Actividad - valga la redundancia- del tiempo inmóvil de la espera: escribirla, enviarla y, sobre todo, esperar a que llegue. Tiempo del azar y la agonía, que adquiere un tinte casi arqueológico. Horizonte de paciencia, permanencia y lentitud, simbolizan el olvido y la posibilidad de rescatarlas de sus garras. Y que depende del humor y de la imprevisibilidad del correo.





Empiezo poco a poco. Pasado un tiempo prudencial, comienzo a imaginarme la carta, a quién ira dirigida, lo que probablemente le escribiré, qué papel usaré. El papel es de suma importancia. En mi caso, suave, ligero, que permita a la pluma deslizarse sin contratiempos. Y si, escribo con pluma. Una arqueóloga en toda su expresión. Efectivamente, escribir cartas le roba tiempo a otras actividades y a la vida misma, ¡pero cuanto placer nos dan!

Tengo la certeza que, ante mí, en la hoja en blanco, la incertidumbre sobre los caminos de las ideas que tomaré no tiene lugar. Sé fervientemente que me dejaré llevar por la pluma. ¿Puedo sonar divertida en una carta? ¿Triste? ¿Enojada? ¿Sabionda? ¿Frívola? ¿Naif? ¿Graciosa? 

Delante de mí, todo un mundo se despliega en la hoja en blanco, el tiempo se detiene, recuerdos, hechos, souvenirs minúsculos pero esenciales, sensaciones fugitivas y emociones. Una infinita gama de posibilidades se abre camino.

Y entonces, escribe Brissac, entiendo mejor lo que es la correspondencia: una tentativa de disminuir el dolor, una forma de instalar un hilo de continuidad entre nuestras vidas, una manera de inventar un mundo común entre nosotras, donde las palabras tienen el poder de decir. Amamos leer y escribir cartas porque ellas son la esencia misma de la literatura: una evasión, un arte, un hilo que nunca se rompe entre nosotras y las otras, una continuidad que calma la angustia.

¿Carta o diario íntimo? Difusos límites entre ellos. ¿Representan la evasión mental, física y psíquica en las que los otros nos encasillan? ¿Son meditaciones existenciales o intelectuales? ¿A quién le escribo? ¿A mí misma o a otra persona? Y mientras deambulo en el espacio del papel, la distancia y la ausencia se hacen presentes, están implicados, está todo ahí. 

¿Para qué escribimos? ¿para ser leídas? ¿para engañar a la soledad? ¿para quizás inventarse una vida?  

En Escribir cartas: pedir que el tiempo exista, Juan Villoro escribe que “quién se explaya en una misiva necesita al otro como referente y lo toma en cuenta para lo que dice, pero también se sondea a sí mismo. Hay una complicidad ausente. Alguien pone a prueba sus palabras esperando que otro pueda oírlas: un testigo.”

Un testigo presupuesto en la soledad compartida de la escritura, que la condiciona. Un tiempo de espera. Le escribo a Diana como si la tuviera enfrente mío y le digo lo que estoy poniendo en el papel. Seguro me reiré pensando que con esta frase me va a tirar de las orejas, ¡siempre la misma, Virginia!

Sé que escribo como único encuentro posible, y presupongo el estado de ánimo de quien la recibirá, su sentido del humor ese día, su susceptibilidad; y el mío.

Terminada la carta, la dejo reposar unos días, como quién deja reposar una comida. Espero y la releo, y a veces corrijo, retoco, agrego. Luego la carta se desprende de mí y la llevo al correo. 



Misterioso género, el epistolar, que suspende el tiempo, y lo confunde: se escribe para el futuro de quién la leerá y se lee viniendo del pasado de quién la escribió.  

Le pregunto por la tristeza.
Dice que debo acomodarme
al viento de la vida.
Y que le cante en rima a mi raíz.
Paulina Vinderman


***Algunas razones para escribir cartas***


Es un arte en vías de extinción.

Es terapéutico (y no necesitas de un terapeuta que te guie).

Invita a la creatividad, sin tomar clases.

Da placer. 

Alegrara a quién la reciba.

Es una forma de literatura: cualquiera puede escribir.

Es una forma de ternura: da cariño.

Es algo bonito, si te gustan las cartas, obviamente.

Tienen un profundo sentido poético.

Es económico. Solo necesitas hoja y lápiz.

No hace falta escribir mucho ni presentarse a concursos literarios de cartas.

No seremos evaluados por críticos poco simpáticos. Quien nos lee, nos tiene aprecio.

No pasaremos ningún test de nivel y aptitud del tipo Cartas Nivel I y II.

La belleza del material empleado, en la mayoría de los casos.

Según los expertos, ejercitas el cerebro, la memoria y fomenta la reflexión.

¡Reduce el estrés! O eso dicen.

Ayudas a mantener una actividad de suma importancia: ¡el correo! Aunque confieso aquí que tengo una relación de amor-odio con el Correo postal. Tenía que decirlo.

La poeta Anne Carson escribió que por muy dura que sea la vida, lo que importa es hacer algo interesante con ella. Y esto tiene mucho que ver con el mundo físico, con mirar las cosas, la nieve y la luz y todo aquello que constituye a cada instante tu existencia. Qué gran consuelo, escribe, saber que estas cosas persisten en su ser y que puedes pensar en ellas y hacer algo con ellas.  

Fue Maribel la que me recordó a Anne Carson. Ella me dijo, -cuando todo arrecia Vir, haz algo. Solo podemos aspirar a crear pequeños fragmentos de orden en el caos.

Maggie Smith, no la actriz sino la escritora, escribió un interesantísimo libro cuyo título es precioso: Podrías hacer de esto algo bonito. Y, sin caer en manuales de autoayuda, Smith escribe sobre su propia reconstrucción, cuando el mundo que conocía se ha derrumbado.

¿Me contradigo? Muy bien, me contradigo. Soy amplio, escribió Walt Whitman, contengo multitudes. 

Dentro de cada una de nosotras habitan multitudes, desde la niña que fuimos, la mujer que soñamos ser y todas las versiones que hemos ido dejando por el camino. Maggie Smith aborda con ternura y sabiduría la paradoja de llevar todas esas versiones mientras continúas avanzando en la vida.

Algunas veces, mis amigas me han prestado viejas cartas escritas, para releerlas y así reencontrar a la Virginia que un día fui. He intentado leerme con ternura. Pensar con ternura sobre nuestro pasado y nuestras versiones anteriores es un acto de autocuidado, escribe Smith.

Hablar de ternura me lleva directamente al discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura de la escritora polaca, Olga Tokarczuk, quién argumenta que la ternura es la forma más modesta del amor. 

Es el tipo de amor que […] aparece donde miramos de cerca y con cuidado a otro ser, a algo que no es nuestro “yo”. Es espontánea y desinteresada y representa una profunda preocupación emocional por otro ser, por su fragilidad, por su naturaleza única. La ternura no es inmune al sufrimiento. 

 


Pensando en la ternura de releernos en diferentes momentos de la vida, y siguiendo el consejo de Maribel y de Anne Carson de hacer algo llegué a la idea que, la escritora afroamericana Audre Lorde desarrollo sobre el autocuidado. 

Su obra explora, entre varios temas, el cuidarse a sí misma cuando las desigualdades estructurales te han condenado. Lorde defiende el autocuidado no como autocomplacencia al estilo autoayuda, escribe Sara Ahmed, sino como una forma de autopreservación.

Pero cuidado, dice Ahmed, que lo que Lorde está proponiendo no es cuidarse a sí misma como una forma de buscar el bienestar individual, sino como una manera de encontrar formas de existir en un mundo que dificulta la existencia.

Para aquellas personas que deben batallar para importar en el mundo, el autocuidado es una guerra, argumenta Lorde.

¿Cómo nos cuidamos las unas a las otras? Necesitamos tener a mano una serie de herramientas, una caja compuesta de aquello a lo que nos aferramos para sostenernos. 

Esta caja, puede contener aquellos libros más preciados, esos que te dan aliento cuando más lo necesitas.  Puede contener objetos, cosas que nos reconfortan, como aquellas cosas que me permiten escribir, un cuaderno de notas, un lápiz o esta computadora. Cosas que me permitan hacer cosas, como mi bicicleta. Tiempo. Mi caja puede contener tiempo de descanso. Respira, Virginia, para, descansa. También contiene a mis queridas amigas. Nada mejor que un grupo de contención cariñosa. Música. En mi caja guardo la banda sonora de mi vida. Y humor, mucho humor para afrontar los inviernos.

Las cartas son, para mí, una forma de cuidado y de autocuidado. Cuando todo arrecia alrededor, como escribió Carson, haz algo, me dijo Maribel. Y ahí me tienen mis amigas, atiborrándolas a cartas.

Cuando la vida se pone difícil, hay que sacar valor para hacer algo bonito y no estancarse en el dolor y en el lamento. Y cuando todo esto no alcanza, rodéate de amigas. Nada reconforta más que el calor amoroso de unas buenas amigas. Y si puedes, escribe cartas. Así, resucitaremos una actividad en vías de extinción, no abarrotaremos los estantes de las librerías con cosas que a nadie le interesa leer (le haremos un favor a los lectores), y seguiremos cultivando la escritura, sin torturar a masas de lectores, solo a nuestras amigas, que conservarán nuestras cartas con cariño y nunca nos dirán que nuestro estilo deja mucho que desear. 

Es una actividad muy económica, que con los tiempos que corren, todo el mundo puede costear: un lápiz y un papel. Además, pueden participar de algún club de cartas epistolares o de amigos por correspondencia.

Y quién sabe, quizás, también nos sirvan para mejorar nuestra forma de escribir, ganar en práctica, cuidarnos, y hasta darle ganas a nuestras amigas de también ponerse a escribir. Quizás estamos creando una red de salvavidas y de escritura, casi casi sin proponérnoslo. Preparadas, a sus marcas, ¡a escribir cartas!

Hay que inventar un viento. Pertenecer. Pertenecerse. Es esto todo al fin cuanto queríamos. Un silencio incompleto. Un lugar de ceremonias sencillas. Solo falta que inventemos un viento. Paulina Vinderman.

 

 


 


jueves, 22 de mayo de 2025

Clara Anaí vive en alguna parte aunque lleva otro nombre - La casa de los conejos. Laura Alcoba, escritora



Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com
«Por fin voy a evocar toda esa locura argentina, a todos aquellos seres arrebatados por la violencia. Me decidí a hacerlo porque muy a menudo pienso en los muertos, pero también porque sé que no hay que olvidarse de los supervivientes.”

De esta manera comienza el Prólogo de La casa de los conejos (2007), libro de la escritora y traductora franco-argentina Laura Alcoba. Nacida en La Plata, en 1968, esta profesora universitaria de literatura del Siglo de Oro español, en la Universidad de Paris X Nanterre, hija de militantes montoneros, que vivió en la clandestinidad una parte de su infancia, se lanza a escribir esta novela autobiográfica que, si bien es su historia, también lo es de toda una generación argentina.

Alcoba vivió hasta los 10 años en Argentina, momento en el que sale del país para reencontrarse con su madre. En La casa de los conejos, cuyo título original en francés es Manège, narra los años en que vivió en la clandestinidad. 

Escrito en francés, como toda su producción, este libro, es su primera publicación al que le seguirán en forma de trilogía, pero no en orden cronológico, El azul de las abejas, publicado en 2014, y La danza de las arañas, del 2017. Entre ambos escribió Los pasajeros del Anna C., en el 2012.

Cuando se le pregunta por qué comenzó a escribir tardíamente, Alcoba dice que sabía que en algún momento abordaría la historia de sus padres y de ella misma pero que, para hacerlo, necesitaba volver a la Casa de la Calle 30, en La Plata, y reconstruir la nebulosa de sus recuerdos, puesto que solo contaba con imágenes mentales, y no tenía ningún relato familiar, ninguna huella, ninguna foto que acompañara las impresiones e imágenes confusas con las que contaba.

Al volver en el año 2003, al lugar que aún conserva los trazos furiosos de la violencia con que las fuerzas militares atacaron la casa, matando y desapareciendo a todos sus integrantes, Alcoba encuentra las fuerzas para contar su pasado a través de la reconstrucción de los recuerdos de esta niña y así romper el pacto de silencio de los escasos supervivientes: su madre.



En La casa de los conejos, Alcoba relata el periodo en el que esta niña de tan solo 7 años, y su madre – su padre estaba en prisión- viven en la clandestinidad en la casa de Diana Teruggi (a quién le dedica el libro), y que estaba embarazada, y Daniel Mariani, y en la que un criadero de conejos escondía una imprenta clandestina de Montoneros. Ambos, Diana y Daniel, así como otras personas, muertos en el feroz ataque. Su bebé, Clara Anahí, aún se encuentra desaparecida.

“Te preguntaras, Diana, por qué tardé tanto en contar esta historia. Me había prometido hacerlo algún día, pero más de una vez terminé por decirme que aún no era el momento.”

El silencio del relato, de la clandestinidad, de la supervivencia, es contado desde la voz de esta niña que es ella misma, pero a lo que se resistió durante bastante tiempo. Para ser entendida en Francia, consideraba que una voz adulta, que acompañara el relato, sería la más adecuada. Sin embargo, a medida que la escritura avanzaba, la voz de la niña se fue imponiendo. En alguna entrevista dijo que termino el libro cuando acepto que fuera la niña quien hablara y nadie mas.

“Acompañada por Chicha Mariani, casi treinta años después, en La Plata, pude volver a ver lo que queda de la casa de los conejos. […] Aun puede distinguirse el emplazamiento de la imprenta clandestina. […] Todo muestra que el ataque fue de una violencia increíble.”

 



 Fue el francés, esa lengua extranjera, la que le permitió abordar lo inabordable desde la lengua materna y romper el pacto de silencio de los supervivientes y el sentimiento de culpabilidad que los acompaña. 

Para poder hacerlo, para encontrar respuestas a muchas de sus preguntas, el libro de Jorge Semprún, La escritura y la vida, sobre la psicología del superviviente, fue clave. El superviviente sigue adelante, dice, como puede con sus historias, porque después de un episodio donde se mira tan de cerca a la muerte, se tiene la impresión de que si se mira hacia atrás, se muere, porque hay muchos fantasmas y muertos.

Durante la escritura quería escribir una novela y evitar dos trampas que, desde mi punto de vista ha logrado sortear. La primera, la de idealizar el relato de los movimientos de resistencia y, la segunda, la de juzgar a los protagonistas de la historia. Escribió cuando entendió que no existían relatos de este tipo y que los pocos supervivientes, estaban al final de sus vidas. Había que contar esta historia que, como bien dijo la autora, no solo es la de ella, sino de muchos.

Sentada aquí escribiendo esta reseña puedo decir que Laura Alcoba relata no solo su historia, sino la de muchos, incluida la mía. Como ella, nací en La Plata, en 1971. Mis padres también eran militantes. Un día de 1975 escaparon ya que les avisaron que estaban en las listas de búsqueda de los grupos de comandos militares. Lo dejaron todo atrás. Perdieron a todos sus compañeros de militancia y de la vida universitaria: muertos y desaparecidos. Pocos han sobrevivido. La ciudad de La Plata fue muy castigada por el terrorismo de estado, porque era una ciudad estudiantil y de militancia. 

Mi historia también es borrosa. No hay fotos y no hay un relato familiar. Hay un pacto de silencio y la culpabilidad, como bien dice Alcoba, del superviviente. Mi padre siempre dice “fuimos derrotados”. Después viene el silencio. He intentado recuperar trozos de su historia, y de mi historia, pero ha sido imposible. A cada pregunta le sigue el silencio, y el miedo a hablar. Haber sobrevivido es una carga que llevan desde el final de la dictadura argentina. Y el miedo, que todo lo atraviesa, incluso aun hoy. Solo hay silencios.

Este libro es de Laura Alcoba, pero – con diferencias, obviamente- bien podría ser el de mi familia, incluso el mío, el de mi hermana, el de alguna amiga y el de tantas otras personas.

“Clara Anahí vive en alguna parte. Lleva sin dudas otro nombre. Ignora probablemente quiénes fueron sus padres y como es que murieron. Pero estoy segura, Diana, que tiene tu sonrisa luminosa, tu fuerza y tu belleza.”


 



jueves, 18 de abril de 2024

Los silencios creativos y las dinámicas aprendidas - Tillie Olsen, Jessa Crispin, Virginia Woolf y Toril Moi.

 

"¿Cuándo queda tiempo para recordar, cribar, sopesar, estimar o hacer balance? En cuanto empiece, alguien me interrumpirá y tendré que volver a recogerlo todo una y otra vez. O si no, quedaré sepultada por todo lo que hice o no hice, lo que debería haber sido y lo que no pudo evitarse".

Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com
De esta manera comienza Aquí me tienes, planchando, cuento de la magnífica Tillie Olsen que se encuentra dentro de su libro Dime una adivinanza, publicado entre 1956 y 1960, y en el que podemos adentrarnos en la imagen de los silencios que atraviesan a los subalternos del campo de la tradición literaria. 

Gracias a los aportes del feminismo, pero especialmente al libro de Virginia Woolf y su libro Una habitación propia, el aislamiento de las mujeres comienza a resquebrajarse, especialmente, a partir de la segunda mitad del siglo XX. 

Una de las particularidades de la disputa es la articulación del conflicto en dos frentes: el combate social y político y el cultural y literario. Este último va a evidenciarse sobre todo en la obra de Olsen. 

En el plano literario, las mujeres toman la palabra y, al mismo tiempo, van a construir trabajos que van a situarse como una contra fuerza que va a poner en cuestión ciertos presupuestos de la tradición e institución literaria. ¡Por fin! 

Al primer curso de estudios sobre escritura, al que asistió la escritora estadounidense Bell Hooks, lo dio Tillie Olsen. En esa asignatura, la autora compartía con las estudiantes, por un lado, los silencios de la historia y de la historia de la literatura en relación a la producción de las mujeres y, por el otro, la dolorosa historia de su combate en tanto que mujer de clase obrera, que hacía malabares entre la vida familiar, el matrimonio y una larga lista de trabajos precarios, al mismo tiempo que intentaba lanzar su carrera de escritora. 

Según Hooks, Olsen les brindó un testimonio de primera mano de los sacrificios y el sufrimiento que le costó. Su testimonio, escribió Hooks, me ha removido hasta el fondo de mi alma, pero quién no se emociona leyendo a Tillie Olsen.

Olsen, entre otras autoras como Adrianne Rich, Audre Lorde o Alice Walker, van a situar, en el centro del debate, ya no solo las condiciones materiales de la escritura de las mujeres en el seno del campo literario sino también la cuestión de la raza. Todas ellas, a su manera y con sus estilos, van a abordar los silencios sobre los que el canon literario se ha erigido.

Tillie Olsen no es una escritora prolífica, es una escritora de un solo libro. Es ella su sujeto de exploración y, al mismo tiempo, lo somos todas. 

En ese camino, no sólo va a examinar los supuestos de la creación sino que va a desarrollar su hipótesis sobre los silencios forzados que la atraviesan, y que están principalmente asociados con la clase social, el género, la raza y la época. 



Así, se evidencia en sus trabajos, no sólo la opresión económica de las mujeres  sino también la opresión intelectual y creadora.

En Silencios, uno de sus ensayos publicado en 1965/1972, retoma sus cuentos para explorar las condiciones de la creatividad, es decir, las condiciones propicias para la escritura, esas que, según un amplio consenso, permiten el pleno rendimiento del artista. Ese mundo, como escribe Henry James, en el que hay que quedarse, habitarlo, y en el que no hay ninguna otra cosa que cuente.

Al abordar la creación, Olsen remarca – tomando las reflexiones de sus antecesoras – que las grandes obras de la literatura nacen de una dedicación absoluta, como bien se desprende del comentario de Henry James, por citar a alguno. 

Contrariamente a lo que se supone, la autora estadounidense va a resaltar que los procesos de creación literaria están, a veces, atravesados por silencios – del de los grandes escritores al de aquellos que no pueden escribir y que no serán publicados - que ella se ocupará de clasificar y tipificar detalladamente, como una manera de entender por qué ciertos grupos están -¿estaban?- tan poco reflejados en la producción literaria. 

En este abordaje, llega a la conclusión de que la mayoría de los silencios creativos no son naturales, como algunas personas quisieran creer, sino que son más bien forzados. 

Efectivamente, argumenta, hay toda una variedad de silencios o censuras. Los hay de tipo personal, que se producen cuando el autor pierde su voz característica, o cuando los editores rechazan publicar sobre ciertos temas. 

También especifica un tipo de censura interna, que está relacionada con la religión o la política, y otra que es la que se impone a los escritores silenciados por los gobiernos de turno. Están, además, los silencios más personales, aquellos que atraviesan a un escritor que luego de publicar un libro memorable, deja de hacerlo. 

Sin embargo, a Olsen le interesan los silencios que atraviesan a las personas cuyas vidas nunca se consagran a la escritura, no por falta de méritos, sino por falta de tiempo y dinero: los silencios de aquellas personas que deben luchar día a día por su existencia, los pobres, los analfabetos y las mujeres.

Para funcionar a pleno rendimiento, el trabajo creativo necesita de todo una red de contención y apoyo familiar que las mujeres suelen no tener. Queda claro, escribe, que las grandes obras surgen a partir de aquellas vidas que pueden permitirse una dedicación y una entrega completa. 

El trabajo creativo sustancial necesita tiempo. Solo quienes se dedican a él por completo obtienen logros significativos.


Esta exploración de los silencios de las mujeres escritoras la lleva a algunas conclusiones que hoy ya conocemos pero que, escribiéndolas en 1972, nos siguen pareciendo sumamente lúcidas, sagaces y actuales. 

Y tan actuales que, en el 2019, la Royal Society of Literature lanzó una encuesta sobre las condiciones de la creación literaria. De los resultados, emergió la idea que, noventa años antes había descrito perfectamente Virginia Woolf en Un cuarto propio: para escribir se necesita un cuarto propio y dinero.

Tillie Olsen, como casi todas, se reconoce deudora del trabajo de Woolf, una especia de hermana pequeña, y decide situarse en el centro de la exploración política de su producción literaria. Explorando sus propios silencios, Olsen argumenta que criando a cuatro hijas, trabajando en innumerables oficios precarios que no tienen que ver con su obra, ocupándose de las tareas domésticas y de la militancia política y sindical, poco tiempo queda para alimentar constantemente el trabajo creativo. 



Yo misma he llegado a enmudecer, y he tenido que dejar morir la escritura que llevaba dentro, una y otra vez, escribe. 

Como ella mismo escribió, es una escritora de un solo libro, éste, y de dos pequeños pero sublimes ensayos, que recomiendo. 

Si observamos detalladamente la producción artística de las mujeres, podremos encontrar ciertos elementos que se reproducen continuamente: la falta de tiempo, las multitareas, el cansancio, el trabajo doméstico y de cuidado, la discontinuidad de la producción, la compaginación de una vida familiar muy demandante con una vida laboral, la carga mental, salarios muy bajos, trabajos precarios y la maternidad.

En una entrevista le preguntaron a Alice Munro, premio nobel de literatura, por qué escribía cuentos y no novelas, a lo que ella respondió que lo hacía así, y no sabría hacerlo de otra manera, porque el cuento era el formato que le permitía escribir entre las tareas de la casa y el cuidado de sus hijas. Nunca hubiera tenido tiempo para escribir una novela, dijo.

El trabajo constantemente interrumpido y aplazado, dice Olsen, hace casi imposible la escritura: la distracción se vuelve costumbre.

"Por lo que a mí respecta, no publiqué mi primer libro hasta los cincuenta, crie a mis hijas sin ningún tipo de ayuda doméstica o de la tecnología – no olvidemos que la primera bomba atómica empezó a fabricarse en serie antes que la primera lavadora – trabajé fuera de casa a jornada completa, no fui capaz de matar al ángel de la casa porque nadie iba a hacer su trabajo, y tampoco hubiera matado, en caso de haber podido, la parte cuidadora del ángel de Woolf, tan alejado del mundo literario como mi mundo personal ha estado de la literatura en sí misma en todos sus aspectos. […] En efecto, los años que debería haber pasado escribiendo, los pasé entregada, en cuerpo y alma, a otras tareas ineludibles".

Publicó su primer libro después de los 50 años, cuando obtuvo una beca por un año y pudo consagrarse enteramente a la escritura rompiendo con los constantes intentos e interrupciones que habían caracterizado su producción. Todo se antepone a la escritura, en la vida cotidiana de las escritoras, a excepción que te paguen por hacerlo. No todas las mujeres tienen un cuarto propio.

Cuando no tenía tiempo para dedicarme a la escritura, dice Alice Munro, las historias se la pasaban dando vueltas en mi cabeza durante tanto rato que para cuando lograba sentarme a escribirlas ya estaba metida en ellas a fondo.


Katerine Mansfield escribió que la casa y su matrimonio con el escritor John Middleton Murry, le absorbía todo su tiempo. "Cuando tengo que volver a limpiar o fregar cosas innecesarias mi impaciencia es espantosa, y lo único que deseo es ponerme a trabajar [en la escritura]. […] Hoy me odio a mí misma. Odio a esa mujer que revisa cada cosa que haces, y corre de un lado a otro, protestando cada vez que suena un portazo o se derrama un poco de agua, y no deja de gritar: ¡Al menos podrías vaciar el cubo de la basura y lavar las tazas de té!".

No olvidemos que las escritoras de grandes obras literarias no se casaron o no tuvieron hijos, y si lo hicieron contaron con ayuda doméstica. Pienso en, por ejemplo, nuevamente Virginia Woolf. En alguna parte de sus Diarios anotó, a propósito de su padre, que de haber vivido su vida habría acabado por completo con la mía. […] Nada de escribir, ningún libro. Inconcebible.

Y para cuando los hijos crecen, las costumbres aprendidas se quedan contigo y forman parte de ti. Es un coste muy grande que atraviesa a la mayoría de las mujeres. 

Las que escribimos, dice Tillie Olsen, en su excelente ensayo, Una de doce, somos únicas, somos supervivientes. Una mujer publicada por cada doce hombres. Y no se crean que, pese a los avances, esta tendencia se ha revertido. Basta con mirar las estadísticas actuales de publicación.

Una década después de la publicación de los dos ensayos de Tillie Olsen, una pionera de la ciencia ficción, Joanna Russ, escribió un excelente libro del que escribí en este blog, Cómo acabar con la escritura de las mujeres (1983) y en el que, entre otros aspectos, resalta que la pobreza y la falta de tiempo son grandes impedimentos para la producción artística de las mujeres.

Es gracias a Joanna Russ que conocí a Tillie Olsen y a otras. No han sido los libros escolares, ni académicos, los que me han descubierto ese universo literario femenino. Han sido las escritoras quienes han trazado caminos, han abierto puertas y ventanas para que yo pudiera conocer a otras. Y las amigas, mi hermana, Maribel…

Si algo ha unido a las escritoras, y a una mayoría de lectoras como yo, es que todas reconocen en Virginia Woolf una filiación literaria y una profunda influencia. Todas son, o somos, hermanas pequeñas de Woolf. "Hay tantas VirginiasWoolfs", escribe Valérie Favre en su magnífico trabajo, como escritoras. 

Ellas, explica Favre, se han dado a la tarea de entender los silencios de la historia pero también a completar la historia, reviviendo a las autoras de textos olvidados, cuestionando el canon establecido y escribiendo una historia literaria en femenino. 

Como escribió Adrianne Rich, en 1979, a propósito de sus propios silencios: Bajo mis párpados otros ojos se han abierto, o Audre Lorde publicando su libro La transformación del silencio en un lenguaje de acción (1977).


Aunque Tillie Olsen escribió hace mucho tiempo, sus libros no describen un mundo muy diferente del actual, ¿o sí? Si mientras lees este texto todo esto te suena, te parece actual, te pasa a ti y a las mujeres que conoces, sea en el ámbito que sea, entonces estos libros siguen siendo necesarios y muy actuales.

Pero, cuidado, escribe Jessa Crispin, si estas utilizando esta excusa para ocupar espacios de toma de decisiones y reproducir los mismos patrones de dominación y misoginia, como también viene sucediendo estos últimos años. Si es así, el esfuerzo y las batallas de nuestras antecesoras no han servido para mucho.

Muchas veces, incontables, hemos charlado sobre los silencios que nos atraviesan. Hemos compartido las tácticas para mantener todas las interrupciones a raya. A veces lo hemos logrado. Otras no. 

Han pasado siete meses desde mi último escrito. He intentado reflexionar sobre todo lo que me ha impedido escribir. Agradezco la insistencia desmesurada de muchas amigas para que siga adelante, especialmente de Maribel que tiene una energía ilimitada. 

En esas charlas, una que tuvimos con ella, quedó rondando en mis pensamientos. Ella me preguntó que por qué yo creía que las mujeres no se lanzaban, yo escribiría abalanzaban, a escribir así sin más, por qué tienen tanto miedo, tantas inseguridades, si somos las que más leemos.

Todos estos meses, esa idea me estuvo rondando. Tenía suficiente material en mi cabeza para escribir esto, pero algo me faltaba. Daba vueltas, escribía de otras cosas, pero seguía faltándome algo. Yo ya había leído el sublime Dime una adivinanza, de Tillie Olsen, pero me faltaba algo. Ese algo era su libro Silencios. Tan lejano en el tiempo, pero tan actual.

Las mujeres leemos más que los hombres. Es un hecho constatado. Pero aún así, somos menos publicadas que ellos, recibimos menos premios literarios, tenemos más dificultades para encontrar el tiempo necesario para la creación, no contamos con espacios propicios ni con el dinero necesario para hacerlo. 

Todo se nos antepone a la escritura. Y, para rematar la tarea, está ese canon literario, esos libros de los grandes maestros, la academia, la crítica, para decirnos que no estamos a la altura.

Para tomar coraje, tenemos que empezar por revivir a aquellas, las pocas que, pese a todo y contra todo, lo hicieron. Como escribió Toril Moi, las mujeres escriben y escriben sobre las mujeres. Hay que reescribir nuestra historia en la literatura y tenemos que renegar del canon literario y buscar nuestra herencia literaria en femenino.

Porque para desplegar el talento, necesitamos de nuestras predecesoras, necesitamos esa herencia literaria, necesitamos más Virginias Woolfs, muchas más, un cuarto propio y dinero. 

Tillie Olsen es la culpable de que muchas escritoras salgan de sus silencios y escriban. Porque como dijo en una entrevista, pese a las interrupciones del proceso creativo que la frenaban, la loca perseverancia y la resiliencia de la aspiración literaria la empujaban a salir del silencio y a denunciarlo, desgajarlo, pensarlo. 



Hey

Vamos
salgan
de donde estén.
Necesitamos tener esta reunión
junto a este árbol
que ni siquiera
fue plantado
aún.
June Jordan





sábado, 16 de septiembre de 2023

Cómo vivir serenamente la madurez de nuestro cuerpo - Naomi Woolf, Iris Marion Young, Camille Froidevaux Metterie y Gioconda Belli

 


Temo el rumbo que me están anunciando
las palabras que se arremolinan bajo la puerta.
Los chasquidos de las hojas secas,
suben con sonido de lástima desde el Valle Ticomo,
a zarandear ventanas por donde asoman
nuevos verbos temibles.
Gioconda Belli


Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com
Se nos suele decir, a la hora de escribir, que hay que encontrar una voz, tú voz propia, única y reconocible. Y yo me he pregunto ¿por qué tengo que tener una voz? Si tengo una voz, significa que ¿soy una sola virginia?

No tengo una sola voz sino muchas. No soy una virginia sino muchas. Yo soy todas esas voces. Yo soy todas esas virginias. Soy esa poesía que aún me queda por leer.

También soy, como escribió Sara Ahmed, una aguafiestas. Siempre estorbando, preguntando, cuestionando los preceptos dados por hecho, inamovibles, inflexibles. O, como escribió la magnífica Bell Hooks, una respondona.

¿Cómo se convierte una en una aguafiestas?, se pregunta Sara Ahmed. Cuestionando lo que se da por sentado. Simplemente así.      

¿En qué preciso momento empiezas a sentir que lo que te pasa, también le pasa a muchas otras personas y que eso necesita de una profunda reflexión? Creo que fue cuando escuché a las mujeres, incluso si hablaban en susurros. 

Entonces empecé a leer a mujeres y fui descubriendo autoras que me  revelaron un mundo. Leer ha sido una valiosa herramienta de reconstrucción. Los libros me han prestado palabras para nombrar algo. 

Es en las encrucijadas, escribe Irene Vallejo, cuando necesitamos volver la mirada a los libros. Porque lo escrito, actúa como depósito fiable de las ideas que nos anclan y nos rescatan. Y yo agregaría, leer juntas, conectándonos y apoyándonos las unas con las otras. 

Al mismo tiempo, como escribe Bell Hooks, he ido tenido tiempo para experimentar y tiempo para pensar sobre lo que he experimentado. Es en el espacio privado en el que, especialmente las mujeres, deben realizar una profunda reflexión, aunque sea una reflexión que no es tan evidente. Porque es en ese espacio íntimo donde las prácticas de dominación nos arrebatan la identidad, nos aterrorizan y nos quiebran. 




La división entre el espacio público y el privado, ha permitido que en éste último las prácticas de sometimiento sobre las mujeres fueran más eficaces. Por eso es imprescindible reflexionar, para recomponer las grietas, los trozos, los fragmentos, lo que se ha roto, lo que ha quedado en el camino.

Y todo el tiempo se oye esa voz de fondo que nos dice que no deberías hablar de eso. Que lo privado no debe hacerse público. Sin embargo, aquí me tienen, hablando de ello. O al menos intentándolo. Es un ejercicio de arqueología personal que me ha llevado a leer diferentes voces sobre algo que es nuestro pero de lo que se ha reflexionado poco: mi cuerpo. 


El fin se anuncia
cuando aún no he acuñado las palabras para poder entenderlo.
Me he negado a escribir la soledad de mi descubrimiento.
¿Cómo escribir esto?
¿Cómo darle voz a este miedo?
¿Cómo reconocerlo cuando todos lo niegan?
No es aceptable tenerle miedo a la madurez,
al deterioro. No. Hay que pretender que no pasa nada.
Salirle orgullosa al paso.
Todavía.
Gioconda Belli

El cuerpo, mi cuerpo, ha golpeado contundentemente a mi puerta, y no me ha dejado pasar de largo, darle largas, dejarlo arrinconado. No es algo que comenzó de repente sino que más bien empezó poco a poco y fue ganando espacio en mis pensamientos y en mis charlas con amigas. 

Reflexionar sobre mi cuerpo, o sobre el cuerpo de las mujeres es una tarea ardua, pero necesaria. Vuelvo a tomar prestadas las palabras de Gioconda Belli, aún no he acuñado las palabras para poder entenderlo. 

La experiencia del cuerpo siempre es una incógnita, porque se entrelazan lo que es, el que tenemos, con el que se supone que deberíamos tener y vivir. En general, el que tenemos nunca está a la altura del que se supone que como mujeres deberíamos tener. Este es mi cuerpo, esta soy todas las yos que me habitan.

Y así me re-apropié de la tan conocida frase de Virginia Woolf, de tener una habitación propia, y la extendí a lo de tener un cuerpo propio.  Un cuerpo propio a los 52 años, vaya. 

¿No es una contradicción postular el deseo de tener un cuerpo propio, cuando el cuerpo es de una, por tanto propio? No. Y ya verán a qué me refiero.

Si buscas, rápidamente llegas a la conclusión de que el cuerpo de las mujeres, es ese gran olvidado, especialmente en la lucha por la emancipación. 

Un cuerpo que como tal, situado en un tiempo y en un espacio, es una construcción, que cambia con las épocas, entre las culturas y entre las clases sociales. Contrariamente a lo que nos han hecho creer, el cuerpo ideal no existe. 

Más bien diríamos que el ideal de un cuerpo perfecto nos revela las obsesiones culturales de una sociedad determinada. Es el cuerpo que encaja en las normas determinadas de una cultura y de una época. Es el cuerpo normativo.

El cuerpo actual, el de ahora, el dominante, el hegemónico, tiene que ser “terso, de pechos pequeños, caderas estrechas y de una delgadez púber”. Tiene que ser joven. Ese cuerpo es político. 

Detrás de ese ideal de delgadez y fragilidad extrema se percibe una idea de obediencia y subordinación total y es, como escribe Naomi Woolf, el último y el mejor de los sistemas de creencias que mantienen intacta la dominación masculina.



Virginia, no deberías hablar de eso.

Para encajar en ese ideal, se espera que las mujeres sigan dietas estrictas, que controlen su apetito, para así mantener su tamaño y su forma: frágiles, delicadas y delgadas. ¡A cerrar las bocas chicas! nos repiten a cada minuto.

Tenemos prohibido hacernos grandes porque debemos ocupar el menor espacio posible y no llamar la atención. Debemos existir solo para ser vistas, estar a disposición de otro. 

Y escribe Woolf que cuando los derechos reproductivos le dieron a la mujer occidental control sobre su cuerpo, las modelos empezaron a pesar un 23% menos que mujeres normales, los desórdenes alimentarios se multiplicaron y se promovió una neurosis colectiva que usaba la comida y el peso para quitarles a las mujeres la sensación de control.

Entre todos los cambios que vienen con los años, y de los que no se habla nada y no se quiere hablar, subir de peso es uno de los que más atemoriza a las mujeres, aunque ahora te digan que todos los cuerpos son válidos. El peso es un poderoso medio de control y de dominación. 

La dieta es el sedante político más potente de la historia de las mujeres Una población que enloquece en silencio es una población manejable, escribe Naomi Woolf al respecto.

Hay que hablar de esto, y mucho, si es que queremos dejar de ser objetos de observación para ser sujetos de acción. Porque queremos recuperarnos.

Hacer algo como una chica: Iris Marion Young

En 1977, la filósofa estadounidense, Iris Marion Young escribió un interesantísimo libro cuyo título puede traducirse así: Sobre la experiencia del cuerpo femenino: Lanzar como una chica y otros ensayos.

Como trabajo con el cuerpo en movimiento, el ensayo de Young me llamó poderosamente la atención, porque ella sostiene que las niñas y los niños se mueven de diferentes maneras en el espacio, porque no tienen la misma relación ni con el cuerpo ni con el espacio.

Lo que Young constata es que el cuerpo de las niñas siempre está limitado, retenido. Están encerradas en un ‘yo no puedo’ definitivo. Creeme, esta es la mayor dificultad con la que me encuentro al trabajar con las niñas, en mostrarles que su cuerpo y su movimiento no tiene límites.

Young especifica que la relación de las mujeres con el espacio, y con el mundo, es sinónimo de límites, indecisiones y frustraciones. Su cuerpo se concibe desde los términos de la pasividad y si no exploran todas sus potencialidades corporales es porque han interiorizado el principio de que su cuerpo es un objeto de la mirada del otro.

Desde chicas, las niñas aprenden una serie de sutiles hábitos relativos a su comportamiento: a caminar como una chica, a sentarse como una chica,  a adquirir una gestualidad de chica, a desarrollar una timidez corporal. Habiendo interiorizado la necesidad de limitar sus movimientos, desarrollan una timidez corporal que determina su relación con el espacio: retención y miedo.

Para más claridad, quizás recuerden que en el 2014 salió una publicidad titulada qué significa correr como una chica. Ahí pudimos ver que el hecho de hacer algo como una chica era sinónimo de comportamientos ridículos, ineficientes, torpes e ineficaces. ¿En qué preciso momento hacer algo como una chica se convirtió en todo eso?

En los años ’70 y ’80, en los Estados Unidos, se realizaron una serie de estudios sobre niñas y niños. En uno de ellos, se observó que las niñas de 5 años, enfrentadas a la demanda de lanzar un balón, usaban de manera diferente su cuerpo. Los varones, frente a la misma demanda, utilizan espontáneamente la totalidad de su cuerpo y se comprometen enteramente en el movimiento de lanzar el balón. Las niñas se muestran más reticentes, poco móviles, y sólo utilizan el brazo para realizar la tarea pedida.

El estudio de Iris Marion Young, que he usado para una charla que di el pasado octubre, en el Centro Cultural Pablo Iglesias en Alcobendas (Madrid) en la Asociación El Madrid de las Mujeres a la que pertenezco junto a Maribel, es muy interesante porque analiza la opresión de las mujeres al describir el estilo del movimiento corporal que le es propio.

Para ella, la motricidad femenina se caracteriza por (I) una trascendencia ambigua (no se lanzan plenamente a la acción), (II) una intencionalidad inhibida (un sentimiento de debilidad) y (III) una unidad discontinua (la relación del cuerpo con el mundo se establece por la distancia).

Según esta autora, las mujeres experimentan su cuerpo no como poder de acción sino como objeto de la mirada del otro, siempre bajo escrutinio. Como es mirado, solo puede existir pasivamente.

Las mujeres aprenden su cuerpo, escribe Young, como un objeto al que hay que cuidar en su apariencia, un útil necesario en las relaciones amorosas o maternales, pero nunca como capacidad de acción o como fuerza de realización.


La relación del cuerpo femenino con el espacio público también es conflictiva. Las mujeres deben comportarse de maneras tácitamente regladas: vestirse adecuadamente (discreta y cómoda), adoptar un comportamiento adecuado (siempre moverse por lugares iluminados y claros) y contenerse.

Young agrega que estas formas atraviesan a todas las mujeres, de todas las edades, de todas las culturas y de todas las clases sociales. Las mujeres saben que moverse en el mundo implica ciertos riesgos. Por tanto, debemos minimizarlos aceptando estas tácitas reglas de juego.

La batalla de lo íntimo: Camille Froidevaux Metterie


Y cuando me vaya a
buscar otra casa,
me pregunto qué 
quedará de mí
entre estas sombras.
Maya Angelou


La filósofa francesa Camille Froidevaux Metterie ha explorado la relación con su cuerpo desde no hace muchos años, como yo. Curiosamente, argumenta, que de todas las batallas que han librado las mujeres y el feminismo, la del cuerpo es la que aún no se ha abordado.

Dos libros suyos me han dado un marco de reflexión posible para abordar  la relación con mi cuerpo y con sus cambios. El cuerpo de las mujeres: la batalla de lo íntimo y La revolución de lo femenino. Sus escritos han abierto una puerta inimaginable para mí. 

Desde hace mucho tiempo, he buscado casi con desesperación argumentos que dieran forma a mis sentires, y a los de mis amigas, a lo de las mujeres que he cruzado y sigo cruzando y que en murmullos e indirectas hablan de lo que nos pasa.

Un cuerpo, el mío y el de ustedes, que debe ser considerado bajo dos aspectos, argumenta: simultáneamente como el lugar de una dominación y como el vector de la emancipación. Finalmente alguien me ha dado esperanzas.

Nuestros cuerpos, mi cuerpo, luchan por hacerse visibles. La experiencia vivida del cuerpo, dice la autora, nos informa de todos esos cambios corporales que, en las mujeres, producen efectos simultáneamente íntimos, sociales y políticos, y que implican una modificación de la relación con una misma, con los otros y con el mundo

Con esta idea dándome vueltas en la cabeza, y protestando contra este cuerpo últimamente desconocido para mí, me lancé a releer sus trabajos. El siglo XXI escribe, será el siglo del cuerpo de las mujeres o no será nada. Veremos…

La experiencia vivida, de la que la filósofa francesa nos habla, se relaciona con todas las etapas que las mujeres atraviesan a lo largo de su vida, y que son puntos de inflexión existenciales y sociales que se suceden, cuando nosotras experimentamos la sexuación de nuestra existencia, tanto en el plano íntimo como en el social.

En la cotidianeidad, estamos atravesadas por la problemática de nuestro cuerpo en tres aspectos: sexual (tener senos, tener la regla o ya no tenerla, tener un cuerpo normativo o conforme), maternidad (querer o no querer, esperar o perder un bebé, parir) y sexualidad (descubrirla, gozar o sufrir).

De la pubertad a la menopausia, pasando por un eventual embarazo, e integrando todos los temas que de una manera u otra comprometen el cuerpo femenino (comer, vestirse, moverse, trabajar, amar, maternar) nos han condenado a una reducción perpetua, escribe.

Pero tranquilas, las mujeres empezamos a hablar de lo íntimo para tratar de poner fin a esa inmemorable docilidad de estar a disposición. Se trata de ponerle fin a siglos de representación del cuerpo femenino disponible, pasivo y sumiso.

El desafío está ahí, escribe Camille Froidevaux Metterie: ¿cómo vivir serenamente en tu cuerpo entre todos los mandatos que pesan sobre nosotras y todas las etapas que atravesamos?

Afirmarse como sujeto, para una mujer, implica reflexionar sobre el cuerpo como la proyección de la imagen de una y una reflexión sobre esa imagen. Cada una debería poder elegir el tipo de apariencia que desea asumir socialmente. Una apariencia que nos permita estar de acuerdo con nosotras mismas. La libertad conquistada debe aplicarse a la presentación física de una como una quiera, dentro del amplio abanico de las diversidades de representaciones de lo femenino. 

Cuando se pasan los 50 algo pasa de lo que nadie habla, algo discreto, algo que supuestamente no existe para el mundo. En el lapsus de algunos meses, el cuerpo se transforma radicalmente y toda nuestra existencia se ve trastocada, la de la vida íntima como la social y profesional. 

Lo que tiene de particular esta transformación es que se oculta. Incluso yo, aquí escribiendo no me atrevo ni siquiera a escribirlo. Voy dando vueltas, insinuando lo que pasa, temiendo que se sepa, de que se lea. 

Nos encontramos presas de una retórica de la fatalidad y no hay relato por fuera del final. El proceso fatal, escribe Simone de Beauvoir, irreversible.



Y yo me encuentro queriendo construir otro relato, porque otra narración tiene que ser posible. Porque así como se termina una etapa, comienza otra, llena de posibilidades y de descubrimientos, una de liberación.

Las palabras de Iris Marion Young me han dado aire. Ella escribió que aún con pocas elecciones disponibles, cada mujer hace frente a las limitaciones a su manera, apropiándoselas o resistiéndolas, rechazándolas o reconfigurándolas.

Como escribí antes, me acerco a mi cuerpo no sólo como lugar de dominación y sino también como espacio de emancipación. La experiencia del cuerpo nos revela su condición de alienación pero también da cuenta  de la libertad que tenemos de responder de forma singular y emancipatoria a los mandatos sociales. 


Crecen las hijas. Se marchan. Y así debe crecer la poesía.
Así deben crecer las palabras, los verbos que acomodan
el pase de la vida.
¿Cómo podré reconocerme en las palabras de adiós?
¿En el tiempo que empieza a pasearse amenazante bajo
la ventana
irguiendo su poder sobre el de la vida
que yo consideraba invencible?
Gioconda Belli


viernes, 5 de mayo de 2023

Un mundo en el que todos se sientan bienvenidos - El Manifiesto Celeste de Pattie O’Green - Sylvia Molloy y Delphine Horvilleur






 Mañana, riéndose, me dirán los espejos:
no hay brillo en tus ojos, ni luz…
Contestaré bajito: ha venido la musa
y me arrebató el regalo divino.
Anna Ajmátova
Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com
Escribió Delphine Horvilleur que cada uno de nosotros conoce ese tipo de encuentro donde una persona real, o bien un texto, un cuadro, una canción, nos dice algo importante para construirnos – o reconstruirnos-.

Pensé en retomar el hilo de la escritura, que quedó en reposo este tiempo, un poco como si estuviera haciendo un garabato en el borde de una página, de manera casi automática, casi inconsciente. 

Me senté nuevamente frente a este desgarbado teclado en los albores de esta primavera que poco a poco se va instalando aquí. 

Tironeada entre escribir o no hacerlo, me rondaba eso que Alejandra Pizarnick escribió: ¿qué quiero escribir me pregunto y sobre qué, si en mí hay solo silencio? Entonces ¿por qué escribir? ¿para qué?

Mientras estas ideas me deambulan, tecleo letras que pronto se convertirán en frases, y así me voy dejando llevar por esos garabatos en forma de palabras que todo este tiempo he ido anotando imaginariamente. Tenía cierto temor de escribir. ¿De qué hacerlo? ¿Cómo hacerlo?

Empiezo a garabatear una lista, una especie de ayudamemoria que me sirve para esquivar los olvidos, como hace Sylvia Molloy: moverse, comer, dormir, leer, caminar.

Escribir como una inmediatez, escribe Tamara Kamennszain en Una intimidad inofensiva, sin ninguna pregunta que nos guíe, sin pedir permiso, sin ningún ritual.

Por eso me he lanzado a ello como cuando hago garabatos en los rincones de las páginas, sin reflexionar mucho. Y en este deambular se hace presente, sin proponérselo ese carácter que tiene la escritura, en la mitología griega,  de pharmakon, como el modo en que los mortales, cortos de memoria, se ayudaban para recordar.

Lo que me anda dando vueltas

El scarabocchio o gribouillage, garabato en español, es una palabra inventada en Italia al final del renacimiento para designar el dibujo que no entraba en el campo de las bellas artes o, de las artes bellas, y que permitía dar reposo al espíritu. 

¿Cómo es que estos gestos gráficos experimentales, transgresivos, regresivos o liberadores, que parecen no obedecer a ninguna ley, han permeado toda la creación artística? Leonardo Da Vinci es uno de los primeros artistas que reivindicaron la importancia, también, de un dibujo sin dibujo, recreativo y lejos de todo academicismo. ¡Eureka!

En el garabato, hay una dimensión liberadora, espontánea y subversiva, escriben Francesca Alberti y Diane Bodart. Todo es cuestión de la mirada.

Así que me he lanzado a garabatear, como una forma de volver a casa.

Formas de volver a casa
¿Aún conservas tu espacio?
Tu espacio único, propio y necesario
donde puedan hablarte tus propias voces,
solo para ti, donde puedas soñar.
Entonces sujétate fuerte, no te sueltes.
Doris Lessing



Ella sabe que podría intentar escribir, pero en cambio elige, con total impunidad, caminar. Tamara Kamenszain

El espíritu que guía mi travesía tiene mucho que ver con la flâneuse de Lauren Elkin, salir cuando nada te obliga, escribe Walter Benjamin a propósito, y seguir tu inspiración, como si el sólo hecho de torcer a derecha o izquierda fuera en sí mismo un acto esencialmente poético.

Una pregunta se me instala en este deambular: ¿Somos seres inconsolables? 

Según la filósofa belga Adèle Van Reeth, somos seres inconsolables porque sabemos que la eternidad no nos es posible. A esto ella le llama la gran tristeza. No hay posibilidad de consuelo, ni de parte de la literatura ni de la filosofía porque somos conscientes de nuestra finitud.

El tiempo nos ha vaciado de fulgor.
Pero la oscuridad sigue poblada de luciérnagas.
Gioconda Belli

Perderse, extraviarse, pero para volver siempre a casa, a esa casa abierta, porque vengo de un lugar en el que todo se construye poco a poco.

Las diosas…neoliberales
Es absurdo que viva angustiada
y que los recuerdos me acosen.
No visito la memoria a menudo,
pero ella siempre viene a asombrarme.
Anna Ajmátova

Pattie O’Green es muchas cosas: historiadora del arte, horticultora, jardinera, arboricultora y yogui. Escribió Manifiesto Celeste. 

En este libro nos cuenta que, en un período en el que atravesó momentos de desánimos y de turbulencias, se lanzó a la búsqueda de experiencias e informaciones que la ayudaran a atravesarlos. Y yo me aventuré a leerla.



Pattie O’Green aprendió algunas cosas que encuentro interesantes y que quiero compartir aquí: 

(i) Aléjate de la gente que te explica la vida, especialmente de aquellos practicantes de yoga que te explican la vida siguiendo ciertos ateliers de meditación como si se trataran de cursos de gestión empresarial. Tres créditos: ¡magnífico! ya eres yogui.

A esto le llama moralismo yóguico: respira y repite ‘el mundo es bello, viva el status quo’. 

Practico yoga hace 20 años, me encanta, pero no logro congraciarme con estos elementos de la práctica.

(ii) Cuando controles tus pensamientos, te dicen estas personas, controlarás tu vida,Virginia. Según estos dudosos especialistas, tu situación es el resultado de tu interioridad. 

Tú has elegido lo que te pasa, Virginia. Y así, en sólo cinco minutos, todos los estudios sociológicos y psicológicos son tirados a la basura. Y no es para reír, tienen millones de adeptos. Créanme, escucho esto a diario. 

(iii) Gratitud Pattie: acoge y acepta. Tener gratitud en la abundancia y estando en una situación privilegiada, nos dice esta autora, se asemeja menos a una toma de consciencia que a un individualismo posesivo en búsqueda de absolución. Responsabilidad hacia los otros y las situaciones que los atraviesan, escribe, sería un buen punto de partida en esta cultura del individualismo acérrimo.

(iv) Cuando las personas atraviesan enfermedades, se instala la decepción. Los dudosos especialistas nos dicen que estas son el producto de ciertas maneras de pensar, de ciertas creencias, de ciertos sufrimientos físicos no sanados.

Estas argumentaciones ponen toda la responsabilidad (culpabilidad, escribe la autora) sobre aquel o aquella que la padece. El enfermo debe aprender a acoger la enfermedad como si fuera de su propia creación, y debe aceptar también que su curación es su responsabilidad.

(v) Estar sanos, para las personas que me explican la vida, dice O’Green, es un éxito individual, una cuestión de poder personal. Es increíble cómo se ha ignorado la responsabilidad colectiva. Como si el mundo exterior no tuviera nada que ver con mi pequeño mundo interior.

(vi) Por ello, a las personas que hablan de sus dificultades – especialmente mujeres - se les sugiere trabajar el amor propio. Es curioso esto del amor propio. 

El mensaje es el siguiente: si tú te amas como corresponde, eso no debería pasarte. Y si pasa, es para que aprendas algo y sigas adelante (en piloto automático) con tu estupenda vida.

(vii) Para consolidar tu amor propio, es necesario que identifiques lo que quieres – ambiciones, posesiones, éxitos personales - y que luego determines las etapas necesarias para conseguirlo. Empoderamiento le llaman ahora. Un personaje de la serie Unbreakable Kimmy Schmidt, Titus Andromedon, decía a propósito de esto: -¡Qué clase de sin sentido blanco es ese! 

(viii) El amor propio, escribe Terese Marie Mailhot, es una invención de los blancos para separar a las personas. Ella le llama capitalismo identitario. Nunca encontró tanto capitalismo identitario como en las reuniones por el empoderamiento, en las que te dicen que debes encontrar el sentido de TU vida, para realizar TUS sueños para encontrar a alguien que TE merezca (porque eres estupendísima). 

(ix) Todas las empresas solitarias (coaching, astrología, yoga, centros de femineidad) existen porque postulan que solo hay una voluntad individual de existir y de emanciparse: la TUYA.

(x) En el centro de este capitalismo identitario se disimula la idea implícita que la realización personal – lo que es bueno para mí - es un derecho innato, universal, intemporal y no contextual y privilegiado. 

Nunca se habla de realización colectiva. ¿Cuándo será el momento de un amor colectivo? ¿Cuándo desearemos desarrollar la confianza en un nosotros?

(xi) Finalmente, todo esto nos convierte en emprendedores espirituales, escribe Pattie O’Green. Tienes que hacer TU lugar en el mundo y, por supuesto, en el mercado. Así, somos una especie de agentes espirituales en libre competición, argumenta la autora. Somos la supremacía del individualismo a ultranza. 

(xii) Para terminar, nos dice, si sigues los caminos trazados por esas redes de empoderamiento individual, todas seremos unas verdaderas diosas neoliberales sosteniendo un sistema que recompensa la competencia y la violencia y que desprecia la compasión y el cuidado. ¡Eureka!


Contrarrestar los desánimos
¿Dos? Contra la pared del este,
junto a espesos arbustos de frambuesas,
hay una rama oscura, fresca, de saúco…
Es un mensaje de Marina.
Anna Ajmátova


El éxito dentro de este sistema es sospechoso. No sé a ustedes, pero a mí, me parece dudoso. El sufrimiento es un hecho. Lo importante es decidir qué hacemos con él. 

Escribe Jessa Crispin que es importante que usemos nuestro sufrimiento como un puente hacia la empatía. Debemos recordar que nuestro mundo no tiene por qué ser así. No tenemos que recompensar la explotación, escribe, no tenemos por qué apoyar la degradación del planeta, de nuestras almas, de nuestros cuerpos. Podemos resistir. 

Se trata de desmenuzar nuestra cultura y explicitar cómo funciona a base de dinero, cómo recompensa la inhumanidad, cómo incita a la desconexión y el aislamiento, cómo genera una desigualdad y un sufrimiento enormes, continúa esta escritora.

Sabemos, claro que lo sabemos, lo que hay. Pero si somos conscientes de ello, por qué somos capaces de imaginar el fin del mundo, pero no el del capitalismo, se preguntaba Mark Fisher. 

¿Por qué no somos capaces, como argumenta Zizek, de imaginar una alternativa? 

El capitalismo es lo que queda en pie cuando las creencias colapsan en el nivel de la elaboración ritual o simbólica, dejando como resto solamente al consumidor-espectador que camina a tientas entre reliquias y ruinas, escribe Fisher en Realismo capitalista. El famoso slogan de Margaret Thatcher ¿No hay alternativa? se volvió una profecía autocumplida.

Entidad infinitamente plástica, capaz de absorber todo y más, ha incorporado todo de forma exitosa, penetra en cada poro y ocupa sin fisuras el horizonte de lo pensable.

Para esto sólo hace falta observar aquello que se denomina alternativo o independiente, para darse cuenta de que, también, forman parte de la gran maquinaria cultural de este capitalismo predatorio despiadado.

El sistema es más viejo que nosotros. Por ello, debemos crear alianzas, cuidarnos entre nosotros, establecer redes de solidaridad y cuidado mutuo para hacer frente a las dificultades y a la desigualdad. 

Podemos hacer el bien, pero tenemos un problema si lo hacemos poniendo adelante solo lo que es bueno para mí. Debemos intentar, dice Crispin, crear un mundo en el que todo el mundo se sienta libre y bienvenido. Para encontrar nuevos modos de existir tenemos que rechazar las recompensas que nos habían prometido si entrábamos en el juego.

Debemos comportarnos como auténticos seres humanos, termina. Y yo vuelvo sobre una pregunta que me roda desde el principio: ¿Somos seres inconsolables? Y si sí, ¿cómo hacemos para continuar?

De nuevo: la vida – o sea,
la exactitud de los poemas.
Marina Tsvetáieva









domingo, 11 de diciembre de 2022

De Virginia a Virginia - Tamara Kamenszain y Erin Elkin - Joanna Russ e Irene Chikiar Bauer

 



La verdad es que no se puede escribir 
directamente acerca del alma.
Al mirarla se desvanece.
Virginia Woolf


Querida Virginia,

Quería escribirte esta carta imaginaria que no saldrá de aquí y no llegará a ningún lado, pero que igual me apetecía escribirla. De Virginia a Virginia. Sólo compartimos nombre. Y no te creas que el mío se inspiró en el tuyo. Nada más lejos de la realidad.

Pero la escritura me permite ciertas libertades, y una de ellas es la de imaginar que quizás mi nombre se inspiró en el tuyo, aunque no sea así. Treinta años separan tu muerte de mi nacimiento, y distancias geográficas, lingüísticas, sociales, económicas, culturales e históricas. Solo nos unen nuestros nombres, y cierta pasión por la lectura y por caminar.

Siempre me llamó la atención el origen etimológico de nuestro nombre Virginia. Viene del latín virginius, relativo a la virgen, doncella, mujer virgen, virginal. Por si no ha quedado aclarado en otras entradas, vengo de una familia empedernidamente agnóstica. 

En la casa de mis padres, no se cree en nada. No hay una querida tía que se llamara así, ni lo he heredado de una abuela. A ello le sumamos que el mío no es un nombre común. Por lo tanto, cada vez que pregunto de dónde vino mi nombre, no hay ninguna respuesta razonable al respecto. 

Los libros de Virginia pasaron por mis manos, y siguen pasando, y por alguna razón que aún desconozco, no he podido soltarlos. Dice Tamara Kamenszain que, esos libros, son como una historia de amor extendida en el tiempo, con sus idas y vueltas, sus momentos de revisión y de ajustes, pero siempre sostenida por el afecto.

A Virginia Woolf le gustaba caminar. En Flâneuse, Erin Elkin, nos desvela esta pasión de la escritora inglesa. Tiene un ritual, y cada día, toma su dosis de caminata que llama su ‘concierto semanal’. 

Caminar por la gran ciudad, por Londres, representa no solo la conquista de la independencia y con ello de su metamorfosis, sino que, además, es una fuente de inspiración continua que alimenta su escritura. 

Las calles le dan todo lo que necesita y así reescribe escenas y encuentra inspiración. Virginia dialoga con la ciudad centrándose, especialmente, en las mujeres que la recorren.

Recordemos entonces, escribe Woolf, algún suceso que nos haya dejado una impresión nítida: cómo pasamos junto a dos personas que hablaban en la esquina de la calle, tal vez. Un árbol se agitaba, una luz eléctrica bailaba. El tono de la conversación era cómico, pero también trágico; una visión completa, una concepción íntegra, parecía contenida en aquel momento.

I. Caminan las mujeres

Virginia Woolf ha reflexionado mucho sobre la relación de las mujeres y la ciudad. En 1927, escribe su libro Street Haunting, en el que la narradora atraviesa Londres a pie y escribe lo que observa. Atravesar una ciudad a pie para una mujer no es lo mismo que para un varón, y más aún en esas épocas. A las mujeres nos ha llevado, y nos lleva, mucho tiempo conquistar el espacio público y Woolf deja constancia de esto.

Y no solo de ello, sino también de los efectos que produce esta caminata sobre la percepción que la autora tiene sobre sí misma y sobre los otros:


"Hay que registrar todas esas vidas infinitamente oscuras dije, dirigiéndome a Mary Carmichael como si estuviera presente […] y seguí recorriendo con la imaginación las calles de Londres, sintiendo en el pensamiento, la presión de la mudez, la acumulación de vidas ignoradas, ya de mujeres en las esquinas con los brazos en jarras o de las vendedoras de violetas […] o de muchachas a la deriva. […] Y en cuanto a la muchacha del mostrador yo preferiría tener su verdadera historia a la vida número ciento cincuenta de Napoleón".

 

Ella, que ha creado a la más grande caminante de la literatura, Mrs Dalloway, escribió que la escritura es un medio para atravesar los límites y ha instado a las mujeres a salir del espacio doméstico y a escribir, lo que sea, pero a escribir: "espero que ustedes adquirirán bastante dinero para haraganear y viajar, para considerar el porvenir o el pasado del mundo, para soñar sobre los libros y demorarse en las esquinas y dejar que la línea del pensamiento se sumerja hondo en el río". 

Voy a decepcionarte Virginia, porque no hemos conseguido el dinero suficiente para escribir y porque seguimos arañando la dignidad.



II. Un cuarto propio

En Una cuarto propio, texto precursor del feminismo, divertido y ocurrente, que leí por primera vez en los albores de mi adolescencia,  Virginia se dirige a los lectores preguntándose que qué tiene que ver un cuarto propio con las mujeres y la novela.

En sus páginas, desarrollará una argumentación que se sostiene sobre tres elementos indispensables, según ella, para que las mujeres escriban: tiempo libre, dinero y un cuarto para ellas.

Igualmente, me parece importante hacer una acotación al respecto. Muchas mujeres no tienen un cuarto propio, ese espacio privado en el cual la vida doméstica queda fuera y se es capaz de crear sin interrupciones. Algunas se lo construyen imaginariamente. Un cuarto propio es también una metáfora, es ese espacio físico, o no, donde te dedicas a tu pasión, sin interrupciones (de ser posible).

Y respecto a esas 500 libras al año... aún peleamos por salarios dignos, Virginia. Las mujeres han sido siempre pobres, escribe, no solo por doscientos años, sino desde el principio del tiempo. Por ello, he insistido tanto en la necesidad de tener dinero y un cuarto propio. […] Porque ya hemos concebido y criado y lavado y enseñado.

III. Que escriban las mujeres

De Virginia Woolf, heredé mi gusto por Jane Austen, las Brönte, Elizabeth Gaskell y todas las primeras mujeres que se lanzaron a la escritura y que fueron encasilladas bajo la categoría de novela sentimental. 

Con ella aprendí que la literatura escrita por mujeres no era producto del azar o de una iluminada, sino que una tradición literaria, históricamente silenciada, se había desarrollado a pesar de todas las restricciones, de la falta de recursos, de las interrupciones, de la falta de tiempo y de modelos. 

Como ya he escrito aquí, me gusta leer a mujeres. Cada vez me gusta más. Porque, como escribió Joanna Russ, me niego a seguir alimentando la invisibilidad social de la experiencia de las mujeres. De ahí su importancia. 

De Virginia tomé prestada una mirada reflexiva sobre la condición de las mujeres y sobre el feminismo, aunque las feministas no se ponen de acuerdo acerca de su feminismo. Ni muy muy ni tan tan, dicen.

Y eso también me gusta. Hay que evitar ser la feminista perfecta. Así, de personalidad compleja y difícil de situar, escribe Irene Chikiar Bauer en su magnífico Virginia Woolf: "la vida por escrito, durante su vida superó los obstáculos que se le presentaron con la inquebrantable decisión de ser leal a sí misma y con el convencimiento de que la literatura era esencial, ya que veía en ella la posibilidad de arrancarle sus secretos a la vida".

"A través de sus libros, que leí por primera vez a mis 13 o 14 años, Virginia me abrió gentilmente la puerta a un camino que me permitiría construir unas rudimentarias herramientas de supervivencia, para entender las razones en mí y fuera de mí", escribe Annie Ernaux. 

Las mujeres tejen redes, conexiones. Y ella, podría decirse que se convirtió en una especie de hermana mayor.



Mientras me deslizaba por la lectura, en su ¿Cómo leer un libro?, Virginia me dio un magnífico consejo que no es un consejo y que guardo como un tesoro:  

"El único consejo sobre la lectura que puede dar una persona a otra es que no acepte consejos, que siga sus propios instintos, que use su propia razón, que saque sus propias conclusiones. […] La cualidad más importante que puede poseer el lector es la independencia. […] Aceptar autoridades en nuestra biblioteca y permitirles que nos digan cómo leer, qué leer y el valor que hemos de dar a lo que leemos, es destruir el espíritu de libertad que se respira en esos santuarios".

"Leo a aquellas que me hablan a mí y a todas las mujeres y que me muestran que es posible", dice Joanna Russ, romper con el mandato de no-ser-creadora. Y armo, rudimentariamente, una pensamiento propio nutrido de mis lecturas.

Pero ¿quien lee para llegar a un fin, por deseable que sea? ¿No hay algunos pasatiempos que practicamos porque son agradables por sí mismos? Yo al menos he soñado a veces que cuando llegue el juicio final y los grandes conquistadores, jurisconsultos y estadistas acudan a recibir sus recompensas el todopoderoso se volverá a Pedro y le dirá, no sin cierta envidia al vernos llegar con nuestros libros bajo el brazo: "Mira, éstos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Han amado la lectura".

Por último, como Virginia, también me he hecho la pregunta que ella se ha hecho: ¿soy una snob? En este pequeño, y muy divertido librito (que recomiendo), la escritora reconoce padecer esa enfermedad, la del esnobismo y se pregunta cómo y cuándo la he contraído. 

La esencia del esnobismo es la voluntad de impresionar a los demás. El snob es una criatura de mentalidad revoloteadora e inestable, tan escasamente insatisfecha de su condición que está siempre alardeando públicamente para que los otros crean que es una persona importante. 

Virginia dice reconocer en su carácter estos síntomas. Y agrega que se siente más preocupada por su aspecto que por su reputación como escritora. Entonces, ¿es o no es una snob?

Dice la escritora Tamara Kamenszain que existe una historia de la lectura personal e íntima. Qué libros leíste, cuándo los leíste, por qué los leíste y qué te generaron para que de las páginas de esos libros hayan nacido páginas propias. La escritora argentina nos habla de ese hilvanado en el que lectura y vida se vuelven una.

He intentado contar aquí, cómo los libros de Virginia se han ido entrelazando con mi vida, qué caminos me han mostrado y qué ideas me han prestado. Llegaron en diferentes momentos de mi vida. Desde tiempos y lugares lejanos, sus ideas se fueron extendiendo hasta alcanzarme, y fueron encontrando eco en mis inquietudes a medida que iba creciendo. Llegaron, sin proponérselo, en el momento justo.

Le tengo un cariño especial a Virginia Woolf, aunque la imagino como una persona sensible y divertida, también distante e infantil, obsesionada por ser un genio de la literatura u atormentada por el síndrome de la impostora. 

No debe de haber sido fácil convivir con sus problemas mentales y su obsesión por el suicidio. Pero nos ha dejado libros memorables de los que no he escrito aquí como Las olas, Orlando, Mr Daloway o El faro. Este escrito ha sido sobre una antojadiza selección que he hecho. Es la mía. ¿Cuáles son tus libros? 

"Mi único derecho a mi propia gratitud es ese, que en cuanto noto una cadena, me la quito; […] creo que he sido una luchadora a mi manera, quizás no tan valiente como Nessa, pero tenaz también y atrevida".


Virginia Baudino - virbaudino@gmail.com