lunes, 1 de septiembre de 2025

Escribir cartas, inventar un mundo común - Virginia Woolf y Geneviève Brissac - Juan Villoro, Paulina Vinderman, Anne Carson y Maggie Smith

 



Estoy haciendo algo que aprendí muy pronto a hacer;
estoy prestando atención a la belleza pequeña,
la que sea,
como si fuera nuestra obligación
encontrar cosas para amarlas
y así atarnos a este mundo.
Sharon Olds

Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com
Nací en tiempos donde las cartas eran aun un medio de comunicación. En algún momento, también coleccioné sellos o estampillas junto con mi hermana. No recuerdo cuando comencé exactamente, pero sí que era muy pequeña. 

¿De dónde viene esta necesidad de escribir cartas? He rastreado las huellas de mis correspondencias y he encontrado que desde muy chica escribo cartas. Empecé escribiéndole a mi abuela María y seguí con mis amigas, con mis sobrinos, con mi hermana.

A l’amie des sobres temps: Lettres à Virginia Woolf, es el título de un pequeñísimo, pero simpático libro de Geneviève Brissac, con el que me topé leyendo un artículo, y cuya traducción al español es A la amiga de tiempos oscuros: cartas a Virginia Woolf.  

Escrito en forma de cartas, la autora se propone contarle a Woolf sus novedades y decirle todo lo que a ella le debe. Curiosa empresa, esta, de escribirle a una escritora desaparecida sabiendo que nunca se recibirá una respuesta. Pero Brissac ya había emprendido viajes creativos curiosos cuando publico una entrevista imaginaria a Woolf en Le Monde, conocido periódico francés, en 1982.

Como tengo una gran predilección por escribir cartas, cuanto vi cartas a Virginia Woolf… me dije que tenía que hacerme con el librito. 

Libro curioso, escrito en forma de cartas, a una autora ya desaparecida, a la que Brissac quiere contarle todo lo que su obra ha significado, no solo para ella, sino para un sinnúmero de escritoras y de mujeres, entre las que me encuentro. 

Pero no solo Brissac indaga sobre esta especie de manía, también Virginia Woolf se pregunta sobre la escritura epistolar. Escribir cartas, dice, ¿es -o no- una pérdida de tiempo? Al fin y al cabo, al hacerlo, le robo tiempo a la escritura e incluso a la vida misma, escribe.

¡Qué tarea extraña esta de la correspondencia epistolar! Actividad - valga la redundancia- del tiempo inmóvil de la espera: escribirla, enviarla y, sobre todo, esperar a que llegue. Tiempo del azar y la agonía, que adquiere un tinte casi arqueológico. Horizonte de paciencia, permanencia y lentitud, simbolizan el olvido y la posibilidad de rescatarlas de sus garras. Y que depende del humor y de la imprevisibilidad del correo.





Empiezo poco a poco. Pasado un tiempo prudencial, comienzo a imaginarme la carta, a quién ira dirigida, lo que probablemente le escribiré, qué papel usaré. El papel es de suma importancia. En mi caso, suave, ligero, que permita a la pluma deslizarse sin contratiempos. Y si, escribo con pluma. Una arqueóloga en toda su expresión. Efectivamente, escribir cartas le roba tiempo a otras actividades y a la vida misma, ¡pero cuanto placer nos dan!

Tengo la certeza que, ante mí, en la hoja en blanco, la incertidumbre sobre los caminos de las ideas que tomaré no tiene lugar. Sé fervientemente que me dejaré llevar por la pluma. ¿Puedo sonar divertida en una carta? ¿Triste? ¿Enojada? ¿Sabionda? ¿Frívola? ¿Naif? ¿Graciosa? 

Delante de mí, todo un mundo se despliega en la hoja en blanco, el tiempo se detiene, recuerdos, hechos, souvenirs minúsculos pero esenciales, sensaciones fugitivas y emociones. Una infinita gama de posibilidades se abre camino.

Y entonces, escribe Brissac, entiendo mejor lo que es la correspondencia: una tentativa de disminuir el dolor, una forma de instalar un hilo de continuidad entre nuestras vidas, una manera de inventar un mundo común entre nosotras, donde las palabras tienen el poder de decir. Amamos leer y escribir cartas porque ellas son la esencia misma de la literatura: una evasión, un arte, un hilo que nunca se rompe entre nosotras y las otras, una continuidad que calma la angustia.

¿Carta o diario íntimo? Difusos límites entre ellos. ¿Representan la evasión mental, física y psíquica en las que los otros nos encasillan? ¿Son meditaciones existenciales o intelectuales? ¿A quién le escribo? ¿A mí misma o a otra persona? Y mientras deambulo en el espacio del papel, la distancia y la ausencia se hacen presentes, están implicados, está todo ahí. 

¿Para qué escribimos? ¿para ser leídas? ¿para engañar a la soledad? ¿para quizás inventarse una vida?  

En Escribir cartas: pedir que el tiempo exista, Juan Villoro escribe que “quién se explaya en una misiva necesita al otro como referente y lo toma en cuenta para lo que dice, pero también se sondea a sí mismo. Hay una complicidad ausente. Alguien pone a prueba sus palabras esperando que otro pueda oírlas: un testigo.”

Un testigo presupuesto en la soledad compartida de la escritura, que la condiciona. Un tiempo de espera. Le escribo a Diana como si la tuviera enfrente mío y le digo lo que estoy poniendo en el papel. Seguro me reiré pensando que con esta frase me va a tirar de las orejas, ¡siempre la misma, Virginia!

Sé que escribo como único encuentro posible, y presupongo el estado de ánimo de quien la recibirá, su sentido del humor ese día, su susceptibilidad; y el mío.

Terminada la carta, la dejo reposar unos días, como quién deja reposar una comida. Espero y la releo, y a veces corrijo, retoco, agrego. Luego la carta se desprende de mí y la llevo al correo. 



Misterioso género, el epistolar, que suspende el tiempo, y lo confunde: se escribe para el futuro de quién la leerá y se lee viniendo del pasado de quién la escribió.  

Le pregunto por la tristeza.
Dice que debo acomodarme
al viento de la vida.
Y que le cante en rima a mi raíz.
Paulina Vinderman


***Algunas razones para escribir cartas***


Es un arte en vías de extinción.

Es terapéutico (y no necesitas de un terapeuta que te guie).

Invita a la creatividad, sin tomar clases.

Da placer. 

Alegrara a quién la reciba.

Es una forma de literatura: cualquiera puede escribir.

Es una forma de ternura: da cariño.

Es algo bonito, si te gustan las cartas, obviamente.

Tienen un profundo sentido poético.

Es económico. Solo necesitas hoja y lápiz.

No hace falta escribir mucho ni presentarse a concursos literarios de cartas.

No seremos evaluados por críticos poco simpáticos. Quien nos lee, nos tiene aprecio.

No pasaremos ningún test de nivel y aptitud del tipo Cartas Nivel I y II.

La belleza del material empleado, en la mayoría de los casos.

Según los expertos, ejercitas el cerebro, la memoria y fomenta la reflexión.

¡Reduce el estrés! O eso dicen.

Ayudas a mantener una actividad de suma importancia: ¡el correo! Aunque confieso aquí que tengo una relación de amor-odio con el Correo postal. Tenía que decirlo.

La poeta Anne Carson escribió que por muy dura que sea la vida, lo que importa es hacer algo interesante con ella. Y esto tiene mucho que ver con el mundo físico, con mirar las cosas, la nieve y la luz y todo aquello que constituye a cada instante tu existencia. Qué gran consuelo, escribe, saber que estas cosas persisten en su ser y que puedes pensar en ellas y hacer algo con ellas.  

Fue Maribel la que me recordó a Anne Carson. Ella me dijo, -cuando todo arrecia Vir, haz algo. Solo podemos aspirar a crear pequeños fragmentos de orden en el caos.

Maggie Smith, no la actriz sino la escritora, escribió un interesantísimo libro cuyo título es precioso: Podrías hacer de esto algo bonito. Y, sin caer en manuales de autoayuda, Smith escribe sobre su propia reconstrucción, cuando el mundo que conocía se ha derrumbado.

¿Me contradigo? Muy bien, me contradigo. Soy amplio, escribió Walt Whitman, contengo multitudes. 

Dentro de cada una de nosotras habitan multitudes, desde la niña que fuimos, la mujer que soñamos ser y todas las versiones que hemos ido dejando por el camino. Maggie Smith aborda con ternura y sabiduría la paradoja de llevar todas esas versiones mientras continúas avanzando en la vida.

Algunas veces, mis amigas me han prestado viejas cartas escritas, para releerlas y así reencontrar a la Virginia que un día fui. He intentado leerme con ternura. Pensar con ternura sobre nuestro pasado y nuestras versiones anteriores es un acto de autocuidado, escribe Smith.

Hablar de ternura me lleva directamente al discurso de aceptación del Premio Nobel de literatura de la escritora polaca, Olga Tokarczuk, quién argumenta que la ternura es la forma más modesta del amor. 

Es el tipo de amor que […] aparece donde miramos de cerca y con cuidado a otro ser, a algo que no es nuestro “yo”. Es espontánea y desinteresada y representa una profunda preocupación emocional por otro ser, por su fragilidad, por su naturaleza única. La ternura no es inmune al sufrimiento. 

 


Pensando en la ternura de releernos en diferentes momentos de la vida, y siguiendo el consejo de Maribel y de Anne Carson de hacer algo llegué a la idea que, la escritora afroamericana Audre Lorde desarrollo sobre el autocuidado. 

Su obra explora, entre varios temas, el cuidarse a sí misma cuando las desigualdades estructurales te han condenado. Lorde defiende el autocuidado no como autocomplacencia al estilo autoayuda, escribe Sara Ahmed, sino como una forma de autopreservación.

Pero cuidado, dice Ahmed, que lo que Lorde está proponiendo no es cuidarse a sí misma como una forma de buscar el bienestar individual, sino como una manera de encontrar formas de existir en un mundo que dificulta la existencia.

Para aquellas personas que deben batallar para importar en el mundo, el autocuidado es una guerra, argumenta Lorde.

¿Cómo nos cuidamos las unas a las otras? Necesitamos tener a mano una serie de herramientas, una caja compuesta de aquello a lo que nos aferramos para sostenernos. 

Esta caja, puede contener aquellos libros más preciados, esos que te dan aliento cuando más lo necesitas.  Puede contener objetos, cosas que nos reconfortan, como aquellas cosas que me permiten escribir, un cuaderno de notas, un lápiz o esta computadora. Cosas que me permitan hacer cosas, como mi bicicleta. Tiempo. Mi caja puede contener tiempo de descanso. Respira, Virginia, para, descansa. También contiene a mis queridas amigas. Nada mejor que un grupo de contención cariñosa. Música. En mi caja guardo la banda sonora de mi vida. Y humor, mucho humor para afrontar los inviernos.

Las cartas son, para mí, una forma de cuidado y de autocuidado. Cuando todo arrecia alrededor, como escribió Carson, haz algo, me dijo Maribel. Y ahí me tienen mis amigas, atiborrándolas a cartas.

Cuando la vida se pone difícil, hay que sacar valor para hacer algo bonito y no estancarse en el dolor y en el lamento. Y cuando todo esto no alcanza, rodéate de amigas. Nada reconforta más que el calor amoroso de unas buenas amigas. Y si puedes, escribe cartas. Así, resucitaremos una actividad en vías de extinción, no abarrotaremos los estantes de las librerías con cosas que a nadie le interesa leer (le haremos un favor a los lectores), y seguiremos cultivando la escritura, sin torturar a masas de lectores, solo a nuestras amigas, que conservarán nuestras cartas con cariño y nunca nos dirán que nuestro estilo deja mucho que desear. 

Es una actividad muy económica, que con los tiempos que corren, todo el mundo puede costear: un lápiz y un papel. Además, pueden participar de algún club de cartas epistolares o de amigos por correspondencia.

Y quién sabe, quizás, también nos sirvan para mejorar nuestra forma de escribir, ganar en práctica, cuidarnos, y hasta darle ganas a nuestras amigas de también ponerse a escribir. Quizás estamos creando una red de salvavidas y de escritura, casi casi sin proponérnoslo. Preparadas, a sus marcas, ¡a escribir cartas!

Hay que inventar un viento. Pertenecer. Pertenecerse. Es esto todo al fin cuanto queríamos. Un silencio incompleto. Un lugar de ceremonias sencillas. Solo falta que inventemos un viento. Paulina Vinderman.

 

 


 


jueves, 22 de mayo de 2025

Clara Anaí vive en alguna parte aunque lleva otro nombre - La casa de los conejos. Laura Alcoba, escritora



Virginia Baudino - virbaudino@hotmail.com
«Por fin voy a evocar toda esa locura argentina, a todos aquellos seres arrebatados por la violencia. Me decidí a hacerlo porque muy a menudo pienso en los muertos, pero también porque sé que no hay que olvidarse de los supervivientes.”

De esta manera comienza el Prólogo de La casa de los conejos (2007), libro de la escritora y traductora franco-argentina Laura Alcoba. Nacida en La Plata, en 1968, esta profesora universitaria de literatura del Siglo de Oro español, en la Universidad de Paris X Nanterre, hija de militantes montoneros, que vivió en la clandestinidad una parte de su infancia, se lanza a escribir esta novela autobiográfica que, si bien es su historia, también lo es de toda una generación argentina.

Alcoba vivió hasta los 10 años en Argentina, momento en el que sale del país para reencontrarse con su madre. En La casa de los conejos, cuyo título original en francés es Manège, narra los años en que vivió en la clandestinidad. 

Escrito en francés, como toda su producción, este libro, es su primera publicación al que le seguirán en forma de trilogía, pero no en orden cronológico, El azul de las abejas, publicado en 2014, y La danza de las arañas, del 2017. Entre ambos escribió Los pasajeros del Anna C., en el 2012.

Cuando se le pregunta por qué comenzó a escribir tardíamente, Alcoba dice que sabía que en algún momento abordaría la historia de sus padres y de ella misma pero que, para hacerlo, necesitaba volver a la Casa de la Calle 30, en La Plata, y reconstruir la nebulosa de sus recuerdos, puesto que solo contaba con imágenes mentales, y no tenía ningún relato familiar, ninguna huella, ninguna foto que acompañara las impresiones e imágenes confusas con las que contaba.

Al volver en el año 2003, al lugar que aún conserva los trazos furiosos de la violencia con que las fuerzas militares atacaron la casa, matando y desapareciendo a todos sus integrantes, Alcoba encuentra las fuerzas para contar su pasado a través de la reconstrucción de los recuerdos de esta niña y así romper el pacto de silencio de los escasos supervivientes: su madre.



En La casa de los conejos, Alcoba relata el periodo en el que esta niña de tan solo 7 años, y su madre – su padre estaba en prisión- viven en la clandestinidad en la casa de Diana Teruggi (a quién le dedica el libro), y que estaba embarazada, y Daniel Mariani, y en la que un criadero de conejos escondía una imprenta clandestina de Montoneros. Ambos, Diana y Daniel, así como otras personas, muertos en el feroz ataque. Su bebé, Clara Anahí, aún se encuentra desaparecida.

“Te preguntaras, Diana, por qué tardé tanto en contar esta historia. Me había prometido hacerlo algún día, pero más de una vez terminé por decirme que aún no era el momento.”

El silencio del relato, de la clandestinidad, de la supervivencia, es contado desde la voz de esta niña que es ella misma, pero a lo que se resistió durante bastante tiempo. Para ser entendida en Francia, consideraba que una voz adulta, que acompañara el relato, sería la más adecuada. Sin embargo, a medida que la escritura avanzaba, la voz de la niña se fue imponiendo. En alguna entrevista dijo que termino el libro cuando acepto que fuera la niña quien hablara y nadie mas.

“Acompañada por Chicha Mariani, casi treinta años después, en La Plata, pude volver a ver lo que queda de la casa de los conejos. […] Aun puede distinguirse el emplazamiento de la imprenta clandestina. […] Todo muestra que el ataque fue de una violencia increíble.”

 



 Fue el francés, esa lengua extranjera, la que le permitió abordar lo inabordable desde la lengua materna y romper el pacto de silencio de los supervivientes y el sentimiento de culpabilidad que los acompaña. 

Para poder hacerlo, para encontrar respuestas a muchas de sus preguntas, el libro de Jorge Semprún, La escritura y la vida, sobre la psicología del superviviente, fue clave. El superviviente sigue adelante, dice, como puede con sus historias, porque después de un episodio donde se mira tan de cerca a la muerte, se tiene la impresión de que si se mira hacia atrás, se muere, porque hay muchos fantasmas y muertos.

Durante la escritura quería escribir una novela y evitar dos trampas que, desde mi punto de vista ha logrado sortear. La primera, la de idealizar el relato de los movimientos de resistencia y, la segunda, la de juzgar a los protagonistas de la historia. Escribió cuando entendió que no existían relatos de este tipo y que los pocos supervivientes, estaban al final de sus vidas. Había que contar esta historia que, como bien dijo la autora, no solo es la de ella, sino de muchos.

Sentada aquí escribiendo esta reseña puedo decir que Laura Alcoba relata no solo su historia, sino la de muchos, incluida la mía. Como ella, nací en La Plata, en 1971. Mis padres también eran militantes. Un día de 1975 escaparon ya que les avisaron que estaban en las listas de búsqueda de los grupos de comandos militares. Lo dejaron todo atrás. Perdieron a todos sus compañeros de militancia y de la vida universitaria: muertos y desaparecidos. Pocos han sobrevivido. La ciudad de La Plata fue muy castigada por el terrorismo de estado, porque era una ciudad estudiantil y de militancia. 

Mi historia también es borrosa. No hay fotos y no hay un relato familiar. Hay un pacto de silencio y la culpabilidad, como bien dice Alcoba, del superviviente. Mi padre siempre dice “fuimos derrotados”. Después viene el silencio. He intentado recuperar trozos de su historia, y de mi historia, pero ha sido imposible. A cada pregunta le sigue el silencio, y el miedo a hablar. Haber sobrevivido es una carga que llevan desde el final de la dictadura argentina. Y el miedo, que todo lo atraviesa, incluso aun hoy. Solo hay silencios.

Este libro es de Laura Alcoba, pero – con diferencias, obviamente- bien podría ser el de mi familia, incluso el mío, el de mi hermana, el de alguna amiga y el de tantas otras personas.

“Clara Anahí vive en alguna parte. Lleva sin dudas otro nombre. Ignora probablemente quiénes fueron sus padres y como es que murieron. Pero estoy segura, Diana, que tiene tu sonrisa luminosa, tu fuerza y tu belleza.”